En uno de sus ensayos más combativos –Visión de la realidad y relativismo posmoderno (Arcos)– Esteban Torre, decano de los estudios métricos y señor de la ciencia del verso, destruye con un humor corrosivo, reduciéndolas a lo grotesco, muchas de las milongas de la cultura posmoderna, que sostiene (en contra del principio de realidad) que la verdad es un mito del pasado, que las cosas son relativas, que el pensamiento es materia líquida, que el significado de las palabras es una convención y que los grandes relatos culturales que han articulado la tradición occidental han muerto. 

Un posmoderno –viene a explicar Torre, que también es poeta y médico– es un tipo que cruza la calle de una ciudad mientras un tranvía se aproxima a toda velocidad hacia donde está y, en un alarde de coherencia conceptual, decide atravesar tranquilamente por mitad de las vías seguro de que el ómnibus que bufa a un palmo de distancia de su cuerpo no existe porque “la realidad está fragmentada y vivimos en el nonsense”. El tranvía, igual que le ocurrió a Gaudí, lo arrolla, impugnando al mismo tiempo su vida y su soberana estupidez. 

Las palabras cuentan, los hechos nunca obedecen a nuestros gustos y las interpretaciones (políticas) no pueden desvincularse de las evidencias objetivas. Acaso con este ejemplo se entienda mejor el laberinto en el que se encuentra el PSOE (guiado por los ideólogos sub rosa del PSC) al pactar la investidura del Insomne Sánchez con todas las minorías parlamentarias, dopadas merced a una ley electoral interesada, y buscar la colaboración (siempre fenicia) de Junts y ERC. El acuerdo de la amnistía a la carta, si dejamos al margen la hez moral que trae de fábrica, puede leerse como un enfrentamiento entre dos clases de narrativa.

Por un lado está la fábula (ridícula) de la secta de Puigdemont, el pontífice de Waterloo, que actúa en función de su propia epopeya (cómica); por el otro tenemos a la desahogada cofradía sanchista del PSOE (quizás en sus Últimos Días). Dos agrupaciones de creyentes con presupuestos, evangelios y teologías distintas. Los socialistas, que hace mucho tiempo que hicieron el tránsito desde la socialdemocracia low cost al populismo autocrático, gracias a la valiosa ayuda de la izquierda idiota –“lo que sea, antes que la ultraderecha”–, practican una política circunstancialista y disgregada, donde los dogmas se parecen al barro mojado, moldeable sin mucho esfuerzo, pero sin dejar nunca, en cada momento, de ser dogmas. 

En el PSOE de Sánchez es imposible incurrir en una herejía: te expulsan antes de que tengas tiempo de disentir. Lo difícil para sus militantes –hágase extensible también a sus votantes– es acertar, dada la extrema volatilidad de criterio que impera entre sus clérigos y bufones. Si los socialistas son ya relativistas posmodernos –“existe un terrorismo malo y otro menos malo”–, en el caso de los iluminati de Sumar, la última mutación zen del comunismo cuqui, la dispersión mental es colosal. Sin saberlo, se han convertido en hijos de la doctrina de la falsación de Karl Popper, que desprecia el principio de verificación científica. Ya saben: “España es un universo plurinacional” (aunque la evidencia y los votos digan lo contrario). 

En las dos izquierdas, la falsedad (institucional) ha suplantado a la verdad, sobre la que no se puede construir ninguna clase de consenso. Por esta senda deconstructiva algunos han llegado al anarquismo metodológico de Paul Feyerabend –“anything goes”– y otros abrazan el relativismo nihilista de Richard Rorty. Hubieran tardado menos tiempo si hubieran leído al Dostoievski de Crimen y Castigo: “Si Dios (la realidad) no existe, es que todo está permitido (y la verdad ha muerto)”.

Bastaba disfrazar con palabrería los hechos –“la fachosfera es como la teoría de los fractales, el caos que gobierna el cosmos o el principio de incertidumbre”– para obtener, bien por rendición o aburrimiento, el apoyo de los progresistas (profesionales). Sánchez vivía feliz dentro de este Matrix hasta la votación de este martes en el Congreso, que ha devuelto la ley de amnistía a los corrales parlamentarios y sitúa la legislatura ante un abismo que es también el suyo. 

En la Moncloa no dan crédito a la conducta de Junts. Nadie se explica de dónde viene su asombro, porque su posición, además de advertida desde el comienzo, responde al fanatismo que profesan cualquiera de los nacionalismos totalitarios. El seny de Convergencia, esa gran impostura con tarifa al dorso, hace lustros que mudó en la rauxa de Puigdemont. Junts tiene una mentalidad feudal. Dogmática. Partisana.

Al decidir pactar con ellos, los socialistas les han entregado un poder que las urnas, que únicamente le adjudicaron diputados, nunca les otorgaron. Ahora son ellos quienes guían el tranvía llamado España. En el PSOE confiaban en que la propaganda y las políticas sociales diluirían el malestar de su rendición. Cometieron un error de principiante: ningún fanático amenaza en balde o profesa el evangelio de la concordia. Su religión siempre es escolástica. La fe les importa más que la razón.