Imagino que conocen el argumento de la película (y antes, obra de teatro) La cena de los idiotas: un grupo de amigos se reúne a cenar una vez por semana, y en cada ágape uno de ellos debe llevar de invitado a un idiota, para que todos puedan divertirse un rato a su costa. El problema surge cuando el protagonista invita a un funcionario de Hacienda al que ha conocido casualmente, llamado Pignon: éste resulta ser el más idiota de los idiotas, tan idiota que acaba perjudicando -sin querer, como los auténticos idiotas- a los que en principio iban a aprovecharse de él. Me ha venido a la memoria la cinta francesa -mucho mejor que su posterior remake norteamericano- al ver el estropicio que está causando Puigdemont entre quienes le invitaron, no a cenar (aunque quizás también) sino a formar parte de una mayoría parlamentaria. Puigdemont es el idiota -no debe ser casual que su apellido se parezca sospechosamente a Pignon- que Sánchez se sacó de la manga pensando en utilizarle para sus objetivos, ignorando que es tan idiota que va a acabar causando un estropicio de proporciones dantescas en los partidos del Gobierno y en el PSOE en particular, que no deja de caer en las encuestas. La cena no ha hecho más que empezar y ya han tenido lugar las primeras guerras internas. Abróchense los cinturones, los idiotas son muy peligrosos.

Tal vez, como en la película, aquél que aportara el idiota más redomado a la coalición de Gobierno, ganaría la apuesta, eso explicaría unas cuantas de las incorporaciones de los últimos tiempos. Si se trata de eso, no cabe duda de que, con Puigdemont, Sánchez se va a llevar al premio, aunque sea a costa de hundir a su propio partido. No es que eso importe mucho, los partidos son esas maquinarias que, aunque desaparezcan, consiguen colocar en otros lugares -casi siempre bien remunerados- a quienes formaban parte de ellos, o sea que nadie va a morirse de hambre. El problema es que Sánchez ha invitado a un idiota de tal categoría que puede acabar hundiendo también a toda España, Cataluña no sólo incluida, sino más hundida que el resto. De momento, Salvador Illa, que se las prometía muy felices tras las últimas elecciones y los sondeos que daban al PSC la victoria en Cataluña, está viendo cómo su sueño se desvanece día a día: al parecer no ha gustado mucho, ni siquiera entre los votantes socialistas, que el PSOE opte por olvidar todo lo que aquí sucedió. En el resto de España no van mejor las cosas: el propio Sánchez se despierta cada mañana con nuevas encuestas que dejan clara la desafección de ya casi la mitad de votantes del PSOE con sus estrategias; aparecen nuevos partidos de izquierdas, contrarios a ceder ante el nacionalismo, que amenazan birlar votos a PSOE, Sumar y Podemos; dirigentes socialistas históricos alzan la voz contra Sánchez, hartos de callar; incluso la prensa más afín al régimen monclovita hace oír sus críticas. Y esto no ha hecho más que empezar, es el efecto Pignon/Puigdemont.

No puedo dejar de imaginar a Pedro Sánchez, orgulloso de haber hallado al idiota entre los idiotas, tan impaciente para incorporarlo a la mayoría parlamentaria que no duda incluso en sacarse una amnistía de la manga. En cuanto Santos Cerdán cruzó un par de palabras con Puigdemont en aquellas negociaciones en Waterloo, le faltó tiempo para llamar a la Moncloa usando exactamente las mismas palabras que en la película utiliza quien ha descubierto al idiota supremo.

- Pedro, ¡lo tengo!

- Dime, ¿cómo es?

- Un campeón del mundo.

Los amigotes del film se las prometías tan felices como Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, y así de mal terminaron. Si ya es peligroso sentar un idiota a nuestra mesa, hacer que de él dependa un Gobierno, raya el suicidio.