Hace exactamente 70 años, Philip Yordan, un escritor de películas de wéstern, escribió, basándose en el argumento de una novela (menor) de Roy Chanslor, publicada unos cuantos meses antes, uno de los diálogos más antológicos y certeros de toda la historia del cine.
JOHNNY: ¿A cuántos hombres has olvidado?
VIENNA: A tantos como tú mujeres.
JOHNNY: ¡No te vayas!
VIENNA: No me he movido.
JOHNNY: Dime algo bonito.
VIENNA: Claro. ¿Qué quieres que te diga?
JOHNNY: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años.
VIENNA: Te he esperado todos estos años.
JOHNNY: Dime que habrías muerto si yo no hubiera vuelto.
VIENNA: Habría muerto si tú no hubieras vuelto.
JOHNNY: Dime que me quieres todavía, como yo te quiero.
VIENNA: Te quiero todavía, como tú me quieres.
JOHNNY: Gracias. Muchas gracias.
Este intercambio verbal entre Joan Crawford y Sterling Hayden, los dos protagonistas de Johnny Guitar (1954), no descubre nada nuevo. El amor, en efecto, no es más que un embuste. Un absoluto malentendido. Un espejismo roto que brota de una oscura y honda desesperación íntima.
El mérito de la película dirigida por Nicholas Ray, donde uno de los amantes suplica al otro que enuncie aquello que ya no siente, es contar todo esto de una forma verista, exponiendo con total crudeza ante el público la tramoya de las cosas y alcanzando así, cosa que sólo está al alcance de muy pocos creadores, una forma de emoción más pura y duradera. Todos necesitamos que alguien nos considere dignos de cariño para no irnos de esta vida (antes de que el tiempo nos alcance) de vacío.
El trasfondo de la escena es cuento viejo: el amor cortés de los caballeros medievales jamás existió –salvo en los poemas– y las relaciones entre ambos sexos están contaminadas, desde el principio de la historia, por una pátina (circunstancial) de idealismo que difícilmente resiste el desgaste del tiempo y que suele obedecer a una proyección individual más que a un sentimiento mutuo. El asunto es bastante sencillo: necesitamos creer en mentiras verosímiles para poder continuar viviendo.
Estas Navidades, en Évreux, una ciudad de la Normandía francesa, una mujer de 93 años cruzó a la otra orilla de la Estigia. Se llamaba Françoise Bornet. Su nombre probablemente no les diga demasiado –una muerte más tras una vida anónima y sin duda longeva–, pero todos ustedes la conocen perfectamente. Puede incluso que esté en su casa. A mediados del pasado siglo, la señora Bornet era una mujer esbelta, etérea. Estudiaba teatro y se paseaba por París –la ciudad del romanticismo– con su novio, Jacques Corteaux, un joven apuesto con foulard y cabellera tormentosa. Ambos representaban a dos dioses jóvenes. Y así los retrató, delante de la plaza del Hôtel de Ville, Robert Doisneau, un fotógrafo industrial, que había pertenecido a la Resistencia y después trabajó para la Renault, al que la revista Life había encargado como freelance un reportaje sobre el amor en tiempos de posguerra.
La fotografía no tardó en convertirse en icónica: Le baiser de l'Hôtel de Ville, junto con la imagen del Día de la Victoria en Times Square, tomada por Alfred Eisenstaedt, o El beso de Gustav Klimt, es una de las tres imágenes que mejor resumen una pasión de pareja. Dos amantes, eternos y hermosos, inmortalizados en el infalible cromatismo sobrio y esencial del blanco y negro, detenidos dentro de su propio universo mientras el resto del mundo sigue girando a su alrededor. Los coches circulan, los viandantes caminan por la calle y la gente discute en las mesas del café. Todo está en movimiento, salvo los dos amantes, fijados en una composición perfecta. Sería hermoso que la vida real también fuera así, pero la instantánea, cosa que se descubrió después, no era una toma espontánea. È ben trovato, ma non è vero.
Se trataba de un montaje preparado por Doisneau con la colaboración de actores amateurs, que ni en sus mejores sueños hubieran sospechado que su imagen estaría unos meses más tarde expuesta en el MoMa y, 30 años después, convertida en un póster turístico. En los años noventa una serie de parejas anónimas empezaron a reclamar en los tribunales parte de los millonarios derechos de autor de la fotografía aduciendo ser los supuestos protagonistas de la imagen. Entonces se descubrió: aquella estampa de amor juvenil en el París de los años cincuenta escondía un prosaico acuerdo comercial. Doisneau ganó el juicio: pudo demostrar que pagó 500 francos a los amantes para que fingieran serlo en distintos puntos de París.
La señora Bornet exigió también un porcentaje de las ganancias de la foto, de la que entonces se habían vendido casi medio millón de copias, pero el juez desestimó su petición porque el fotógrafo le abonó lo acordado por el posado y le regaló una copia de la fotografía original (que ella vendió por 155.000 euros a un coleccionista suizo). En 1950, la misteriosa mujer de El beso tenía 20 años. Su relación con Corteaux, fijada en un único fotograma de 18 x 24,6 centímetros, tomado con una cámara Rolleiflex, cesó unos meses después. Su amor fingido duró mucho más que el carnal, tan efímero como una jornada del calendario. Corteaux y Bornet serían hoy una pareja de jubilados. El tiempo ha alcanzado ahora a la señora Bornet, pero el arte (artificial) de Doisneau convirtió aquella interesada puesta en escena en un instante único del tiempo que, merced a la autopersuasión de quienes todavía los miramos hipnotizados, sabiendo que todo es mentira, los hemos convertido en una verdad eterna.