Desconocemos si entre quienes susurran consejos al egregio oído de Pedro I, el Insomne, presidente del Gobierno gracias a los votos del Napoleón de Waterloo, ese apóstol del lawfare, prófugo de la justicia y jerarca de una república (todavía) inexistente, últimamente convertido en la representación misma, según el PSOE –aunque el verdadero copyright sea del PSC–, del progresismo independentista (oxímoron), habrá algún devoto de las películas de Jean-Luc Godard. Pero lo cierto es que esta legislatura de la amnistía, que será tormentosa y breve, aunque no tanto como desearía Feijóo, se parece mucho a aquella mítica película con la que debutase el cineasta: À bout de souffle. Un título (francés) que puede traducirse indistintamente como Al final de la escapada o Sin aliento. 

Para los devotos del Insomne, que igual que los peronistas –según decía Borges– lo son porque alguien les paga por serlo, el presidente del Gobierno, que no ganó las elecciones, pero ha sido elegido mediante el procedimiento fenicio, antítesis del parlamentarismo sincero, es la viva imagen del joven Jean Paul Belmondo, un héroe malote y perverso.

También hay una chica, aunque la analogía entre Jean Seberg y Sor Yolanda del Ferrol no aguante el contraste sin incurrir en la ironía. La puesta en escena, al contrario que la obra que inaugura la Nouvelle Vague, no es ahora en blanco y negro, sino a color. Lo que muchos quizás ignoren es que el filme de Godard carece de guión, que es más o menos lo mismo que sucede con la legislatura. 

El cineasta improvisó durante el rodaje, cortando los planos de forma arbitraria y brusca para causar en el espectador extrañeza y desazón. Sánchez ha decidido hacer lo mismo, aunque sus decisiones obedezcan a otra táctica: provocar tal caudal de escándalos, generar tanto ruido, que pronto resulte imposible recordar el pecado original de su evangelio: un pacto que abre la puerta a la transformación de la democracia española en un régimen absolutista, sonriente y cínico.

Todavía no hemos visto una foto (de familia) del presidente del Gobierno con Puigdemont y su corte ambulante, pero la Moncloa ha confirmado que pronto se producirá para “normalizar las cosas” (excepcionales).

El caudillo de Junts exige el retrato y a Sánchez le conviene porque su estrategia es que la amnistía y su programa de hostilidad hacia los jueces –inaudito en la historia de la democracia española– queden superados por una sucesión constante de fuegos de artificio, cuyas explosiones y generoso estruendo hagan olvidar la oscuridad de la que ha surgido el nuevo universo desconstituyente. 

Desde finales de noviembre, la Moncloa ha tratado de ascender a su fiscal favorita –Dolores Delgado, cuyo nombramiento anuló el Supremo–, abrió una crisis diplomática con Israel, impulsa comisiones políticas para revisar decisiones judiciales, exporta a las instituciones europeas el sectarismo o se somete con mansedumbre al quiz de los independentistas fugados.

También bromea con el mediador impuesto por Junts, confirma a Tezanos, el estadístico a la carta del PSOE, al frente del CIS; nombra presidente de la agencia Efe a su antiguo secretario de Estado de Comunicación, no abre la boca cuando Junts defiende el revanchismo contra los magistrados que juzgaron el procés, pacta –sacando pecho– un cambio en la alcaldía de Pamplona en favor de Bildu, toma un 10% de Telefónica (en vísperas de un ERE masivo) ante la entrada de capital saudí o abre la mano a despenalizar las injurias contra la Corona y los actos de enaltecimiento del terrorismo. 

No se puede agitar más el avispero político en menos tiempo. Salta a la vista que la intención del presidente es concentrar la atención sobre todos estos señuelos para que se diluya el impacto social de la amnistía que, después del procés, es la agresión más salvaje contra la Carta Magna en la historia.

Sánchez piensa que desestabilizando todo podrá ganar tiempo para cumplir –bajo cuerda– sus compromisos con los independentistas vascos y catalanes, ya sea la liberación de los presos de ETA o la cesión a la carta de los rendimientos tributarios de Cataluña. El PSOE trata de desviar el foco de atención dirigiendo el debate público hacia las trincheras de una polarización extrema, donde los socialistas, con el correr del tiempo, creen que irán siendo absueltos del inmenso desgaste provocado por la investidura. 

En paralelo, el Gobierno ha abierto otra vía para expulsar tinta de calamar: una batería de medidas presuntamente sociales, de corte asistencial; una colección de gracias, amplificadas mediáticamente, aunque con la diabólica letra pequeña de siempre, para hacer creer a la sociedad que es más rentable aceptar la inmoralidad política del pacto con ERC y Junts que renunciar a los beneficios (ridículos) de medidas como el incremento en 90 euros al mes del subsidio de desempleo. Esta vía interesa especialmente a Sor Yolanda del Ferrol, tocada desde la salida (tormentosa) de Lo que Queda de Podemos de Sumar. 

“Desde hace tiempo –exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto–, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo”, escribió el poeta latino Juvenal en su décima sátira, donde acuñó la expresión panem et circenses para describir cómo los césares distraían a los ciudadanos romanos para que olvidasen su derecho –de nacimiento– a involucrarse en política, anulasen voluntariamente su sentido crítico y se convirtieran en una plebe dispuesta a tragar con todo con tal de recibir desde la colina del Palatino viandas baratas y ver a las fieras devorar a los cristianos en el Coliseo.