Si Cataluña fuera un país normal, una figura de la talla de Solé Tura sería recordada en el nomenclátor de las calles y plazas de los 900 municipios, y si supiéramos estar a su altura un gran equipamiento cultural llevaría su nombre.
Sin embargo, a los 15 años de su muerte, que se cumplirán el año próximo, solo dispone de dos muestras de reconocimiento, una calle en su pueblo natal, Mollet del Vallès, qué menos, y otra en Lleida, gracias al exalcalde Àngel Ros, amigo personal, que quiso agradecerle entre otras cosas la ayuda que como ministro de Cultura prestó para que la capital del Segrià se dotara de un auditorio. Eso es todo.
En Barcelona, concretamente, la asignación de un lugar sigue pendiente desde 2012, pues ni Xavier Trias ni Ada Colau tuvieron ningún interés por homenajear al otro padre catalán de la Constitución (que la salud conceda muchos años de vida a Miquel Roca). Para el exalcalde convergente, Solé Tura se había destacado como un crítico contundente del nacionalismo en general y del pujolismo en particular, y en el despegue del procés, cuando lo que primaba era convertir el Born en un gran sarcófago bajo la dirección del separatista ultra Quim Torra, ponerle una calle era impensable.
En cambio, a la alcaldesa le hubiera sido más fácil, pero tampoco. Solé Tura se había pasado al PSC tras la debacle del PSUC en 1983, y que fuera ministro con Felipe González lo señalaba como figura del “régimen del 78”, distinguido además con la Gran Cruz de Isabel la Católica, la de Carlos III y la del Mérito Civil. De ningún modo era un referente ideológico para esa nueva izquierda rompe todo, entre otras cosas porque, a diferencia de Colau y los suyos, fue siempre un antidogmático.
En los sesenta, tras la expulsión de Jorge Semprún y Fernando Claudín del PCE, Solé Tura había abandonado el PCE y no reingresó hasta que Santiago Carrillo asumió las tesis eurocomunistas, en realidad una versión izquierdista de la socialdemocracia.
Mientras en Cataluña el olvido público hacia su figura es vergonzoso, pues tampoco en ningún ayuntamiento metropolitano, de los gobernados siempre por el PSC, se han acordado de él, en Madrid cuenta con una calle desde que era alcaldesa Ana Botella, una vía que hace esquina con la de Manuel Fraga. En la capital de España, PP y PSOE acordaron que todos los padres de la Constitución serían homenajeados en el callejero. Sí, parece mentira, pero hubo un tiempo en que todavía se ponían de acuerdo en algo.
También se le recuerda en Zaragoza, Ponferrada, Torrent (Valencia) y en los municipios madrileños de Torrejón de la Calzada y Torrejón de Velasco. No es mucho, pero hay que tener en cuenta que, tras participar en la elaboración del texto constitucional, Solé Tura no tuvo un papel destacado en la política nacional hasta 1991, cuando ocupó el Ministerio de Cultura solo dos años, sucediendo a Semprún.
Por tanto, lo llamativo es la desmemoria en Cataluña, donde sí fue una figura importante, como dirigente político, sobre todo del PSUC, pero también como pensador e intelectual. Fue traductor de Antonio Gramsci, Bertrand Russell, Erich Fromm y Henri Lefebvre, con títulos imprescindibles en la formación de los nuevos grupos universitarios catalanes, y después escribió ensayos históricos y libros políticos, entre los cuales su crítico estudio sobre el pensamiento de Enric Prat de la Riba, que le costó la etiqueta de anticatalán en un momento en que muchos pensaban que ser nacionalista era sinónimo de demócrata, un cuestionamiento hacia el pare de la pàtria que el pujolismo jamás le perdonó.
Posteriormente, a partir de la década de los setenta y ochenta, siguió escribiendo bastante. Destacaría dos títulos, como constitucionalista junto a Eliseo Aja el todavía imprescindible Constituciones y periodos constituyentes en España (1808-1936). Pero la obra más importante en la perspectiva del tiempo es su reflexión Nacionalidades y nacionalismos: autonomías, federalismo y autodeterminación, escrita en 1985, con una versión catalana, algo modificada, en 1987.
Solé Tura fue siempre un firme partidario del desarrollo federal del modelo autonómico, y exigió al conjunto de las izquierdas (no nacionalistas), determinación y coherencia para defender lo logrado, afrontar con realismo los problemas del presente, y cerrar el paso a los que en realidad querían destruir la España constitucional. Para él, “aceptar el independentismo es rechazar el modelo político de la Constitución, y aceptar ambigüedades, como las del derecho a la autodeterminación, es poner en tela de juicio el Estado de las autonomías”, escribió. Una mente preclara que anticipó un posible procés cuando Pujol todavía era aplaudido en Abc.
Supo ver que el eslabón débil del sistema político español iba a ser el modelo territorial, y se lanzó enseguida a advertir a la izquierda de ese peligro, aunque con poca fortuna. A las puertas del 15 aniversario de su fallecimiento ya va siendo hora de que en Barcelona (dicen que Jaume Collboni se ha comprometido a ello) disponga de una calle o una plaza céntrica, y no estaría de más que la gran biblioteca provincial que paga el Ministerio de Cultura, que ha tardado décadas en construirse, pero que ya tiene fecha aproximada de inauguración, llevara su nombre, en lugar de quién sabe qué propuesta acabará haciendo el Govern de la Generalitat.