Sobre la mesa de su escritorio, Abascal debe tener un cuadro de Watteau, genio del rococó francés del setecientos y experto en incendios lejanos, vistos desde la ventana.

Todo es futuro, un incierto tiempo en el que Vox pone sus esperanzas en que los ciudadanos cuelguen de los pies a Sánchez, como remedio, supongo, para enderezar su columna vertebral y agilizar la circulación de las piernas, como se hacía en los sanatorios termales de la Europa romántica. Todavía hoy hay balnearios en Alemania en los que la casa invita a una función en el Festspielhaus a cambio de someterse al tratamiento.

Después de su paso por Buenos Aires para celebrar la motosierra de Milei o complotar con el húngaro Urban, Abascal se enfanga bajo un cielo plomizo. Nuestro cimarrón anuncia tormenta, mientras ameniza sus reuniones mostrando un casco colonial que un día fue de blanco impoluto. Señala a Sánchez el dictador, en “clave metafórica”, en palabras de Pepa Millán, portavoz de la formación ultra, dama torneada y sin rulos. Pero el secretario general de la formación, Ignacio Garriga Vaz de Conceiçao, la contradice: no es metáfora, “es historia”, referida a los políticos totalitarios, con la imagen del Duce y Clara Petacci cabeza abajo en la retina de todos.

Nuestros antepasados estuvieron millones de años colgados de los árboles antes de adaptarse al suelo. Los científicos dicen que “caminar es humano”, pero añaden que el aprendizaje es largo y se podría acortar obligando a los niños a sujetarse en una cuerda porque aguantan su peso sin problemas. Estamos diseñados para colgarnos.

Después de condenar al iracundo Abascal, Núñez Feijóo argumenta que el PSOE alarga la pinza PSOE-Vox en detrimento del PP. Toda una forma pintoresca de culpabilizar a la víctima y menuda pinza después de ver a diario los arranques varoniles de los blousons noirs en la puerta de Ferraz.

Al otro lado del valle de lágrimas Podemos lanza a sus cinco tránsfugas en brazos del Grupo Mixto, como reveló el podcast de Pablo Iglesias y como lo criticó Ernest Urtasun, el nuevo ministro de Cultura, representante de una izquierda más templada y densa.

Los extremos se van desperdigando al comienzo de la nueva legislatura de Sánchez. El espacio entre los dos grandes partidos de Estado se pone a prueba en el intento de firmar pactos en materia de financiación autonómica y renovación del CGPJ. Es el turno de la inversión del Estado en los territorios y de las quitas de deuda a todas las CCAA, que Hacienda firma sin menoscabo de “la negociación bilateral entre Gobierno y Generalitat”.

El techo de gasto se acerca a los 200.000 millones y el déficit público se sostiene en el 3%; es la herencia de Nadia Calviño, que les pasa el testigo al gasto y al ingreso, a partes iguales, al ministerio de José Luis Escrivá y al de María Jesús Montero. A esta última le toca seguir filtrando los acuerdos con 17 comunidades autónomas que exigen un trato igualitario para fundir la bilateralidad catalana; y Marisu, aun siendo trianera, sabe que la duda no ofende de tan abultada. No es creíble que la pacificación de Cataluña pueda diluirse en el café para todos; y, sobre todo, resulta insultante que la consejera del Govern Natàlia Mas no asista a las reuniones del Consejo de Política Fiscal y Financiera.

En el otro frente, el del CGPJ, las salas no dan abasto sin la renovación. Hay 85 bajas en los puestos de magistrado en la Audiencia y en la sala de lo Contencioso Administrativo del Constitucional (TC); y la derivada interminable de este vacío está afectando ya a los juzgados de instrucción. Un abismo judicial, que concierne a millones de ciudadanos y a miles de empresas.

Sánchez se mantendrá de pie y será más bien Feijóo, el socio de Abascal, a quien atañen los estiramientos, que facilitan el riego sanguíneo. El PP puede frenar al Ejecutivo en el Senado, pero la Cámara Alta no está dotada para detener, a largo plazo, el despliegue legislativo. Con los pies a ras de suelo, sus señorías senatoriales no podrán sostener la consciencia arbórea que, según Abascal, persigue a Sánchez.