Parece mentira que, ante la gravedad del cambio climático, gran parte de la izquierda española, empezando por el Gobierno de Pedro Sánchez y los partidos que le apoyan, sigan adhiriéndose a los viejunos postulados antinucleares.

En la cumbre del clima de Dubái, uno de los acuerdos más llamativos, aunque silenciado en España por los medios que más fustigan la inacción climática, ha sido el compromiso de una veintena de países, entre los cuales Estados Unidos, China, Francia, Japón, Reino Unido, Suecia y Finlandia, por triplicar la capacidad global de la energía nuclear hasta el 2050.

Los firmantes destacan el papel imprescindible de las centrales atómicas para lograr cero emisiones netas de gases efecto invernadero, no sobrepasar el límite de 1,5º en el aumento de la temperatura y alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Reivindican que la energía nuclear es segura si se respetan los protocolos y se hace una correcta gestión de los residuos. Y, consecuentemente, piden al Banco Mundial, a las instituciones financieras internacionales y a los bancos de desarrollo regionales que fomenten la inclusión de la energía nuclear en sus políticas de préstamos.

La energía nuclear regresa como parte de la solución para descarbonizar nuestras sociedades en alianza con las renovables. No existe pues una disyuntiva entre ambas energías, sino una complementariedad. Lamentablemente, pervive una cerrazón en algunos países europeos, principalmente en Alemania y España, que se concreta en unas políticas energéticas incongruentes por antiecológicas.

Sin embargo, en muy poco tiempo se ha producido en la Unión Europea un vuelco pronuclear, por ejemplo, en Bélgica y Países Bajos (mucho antes ya de la victoria en las recientes elecciones de la extrema derecha), o en Polonia, donde hay en proyecto la construcción de seis reactores. Además de Suecia, Finlandia y Francia, paradigma de la economía nuclearizada, también están a favor República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Hungría, Bulgaria, Moldavia y Macedonia. Finalmente, en Italia el Parlamento votó en mayo adherirse a la Alianza Nuclear Europea, aunque no hay en marcha la construcción de ninguna central.

En España, entre tanto, el tiempo se nos echa encima, pues en 2024 el Gobierno tendría que tomar las primeras medidas que harían irreversible el anunciado programa de cierre gradual de las nucleares. La nefasta experiencia alemana debería bastar para aparcar ese proyecto y permitir alargar la vida de nuestros siete reactores hasta los 60 años. Si se prescinde de ellos habrá que sustituirlos por centrales de ciclo combinado de gas que emiten dióxido de carbono.

En contra de lo que a veces se sugiere con medias verdades, es falso que las renovables vayan a poder reemplazar a medio plazo las nucleares y, en cualquier caso, se necesitará siempre una fuente segura que cubra sus intermitencias, pues no siempre hace suficiente sol, ni sopla viento o los embalses están llenos. Cuando escuchamos decir que estamos cerca de que todo el consumo eléctrico sea renovable hay que tener en cuenta que eso no incluye cerca del 80% de la energía que consumimos. ¿Cómo sostendremos la industria sin nucleares? Pues quemando más gas. Un disparate que debería aclarar de una vez que la auténtica disyuntiva es entre fósil o nuclear.

En Cataluña, el cierre de los reactores de Ascó y Vandellós, que nos suministran la mitad del total de energía, supondría incrementar la dependencia hacia otras comunidades y de Francia, y también una pérdida de ingresos para la Generalitat, de 60 millones de euros anuales, pues la tasa autonómica que grava la producción de energía nuclear es altísima. Incapaces de desprendernos de viejos dogmas, estamos a las puertas de cometer un disparate ecológico y económico, que nos hará más lenta, difícil y costosa la transición energética hacia una sociedad descarbonizada.