Shakespeare escribió que todos lloramos al nacer porque, sin que aún se haya desarrollado nuestro cerebro, intuimos desde el primer momento que acabamos de entrar (a la fuerza) en un mundo lleno de dementes.

No debe ser por esto, sino debido a eso que llaman emoción –y nosotros designamos como incontinencia–, por lo que varias de las ministras del gabinete sanchista (que básicamente es el mismo que antes si no fuera porque ahora debe obedecer también los deseos de vanidad del Napoleoncito de Waterloo) lloraron con generosidad, casi como si no hubiera mañana, en el ritual del traspaso de las carteras (las nuestras).

Sor Yolanda del Ferrol, cuyos súbitos ataques de ternura han comenzado a inquietar hasta a su círculo más estrecho, se acordó de su familia antes de hacer pucheros, intentando mantener incólume la célebre sonrisa que tanto nos recuerda a la del famoso gato de Alicia (en el país de las maravillas).

La portavoz de la Moncloa, Pilar Alegría (ma non troppo), desveló –aquí es donde suenan unos demorados y lánguidos violines– el momentum en el que le llamó el Insomne, al que todos sus ministros ya se refieren como si fuera el Mesías. “A la primera persona que se lo dije fue a mi hermana, Olga. ‘Te llamo porque Pedro Sánchez me ha dicho que si quiero ser ministra’. Ella me colgó: ‘Espérate, Pili, que estoy en la panadería’”. 

Ambas anécdotas expresan la inmensa prosopopeya con la que los ungidos con una cartera ministerial reciben la gracia de su signore, aunque este, a su vez, la haya recibido de un prófugo de la justicia que practica el victimismo (del lawfare).

Es curioso que los ministros señalen que se sienten “honrados” al acceder a sus cargos cuando el acuerdo entre el PSOE, Sumar y los independentistas, que es perfectamente legal, pero no legítimo, porque se basa en una manipulación arbitraria del mandato electoral del 23J, en el que nunca figuró la amnistía, sea tan escasamente honorable. 

¿Se puede sentir aquello que no se profesa? ¿No sería mucho más coherente practicar lo que se predica? Da la impresión de que no. El respeto de los gobernantes a sí mismos, en primer lugar, y a los ciudadanos, después, definitivamente, es cosa del mundo de ayer (como diría Stefan Zweig). Ahora basta con mudar de opinión para obtener la correspondiente canonjía.

Entendemos sin problema el pragmatismo del más vale investidura en mano que cien honras volando. Lo que no aceptamos ni aceptaremos –ustedes perdonen, queridos indígenas– es la sensiblería de estos políticos escolares, igual que siempre nos cargó la melancolía (infumable) de la generación de Raimon, Carlos Cano y Labordeta. Vade retro, Satanás. 

La primera, que es la que está en el Gobierno, cree que el mundo comenzó con ellos. La segunda, que todavía no ha encajado la pérdida de relevancia pública que implican los años, considera que el universo desaparecerá con su ocaso. Ni unos ni otros entienden, ya sea por falta de experiencia o exceso de milicia, que ser ministro en España no es cosa de méritos individuales, sino del designio de la mano de aquel que ocupa la presidencia. 

De ahí que cause cierta vergüenza ajena contemplar el espectáculo de la llantina de la líder de Sumar o las confidencias familiares (que no le interesan a nadie) de la ministra de Educación. A un ministerio se llega llorado desde casa y, cuando llega la hora de abandonarlo, como establecen las normas de la educación y el decoro, se dan las gracias y se piden disculpas por los errores.

Ninguna de estas dos cosas hicieron las ministras de Podemos –Montero & Belarra– en su agrio adiós ministerial, que aprovecharon para hacerse las víctimas por no continuar en sus puestos. “Nos echa Pedro Sánchez por hacer las cosas bien”, proclamaron con ese colosal sentido de la humildad que acompaña a los devotos de la secta pablista, que han terminado como la caricatura de su propia estampa. 

Que el Insomne no las haya mantenido como ministras vitalicias, como era su deseo –“Sí, se puede”, pero nadie debería aspirar a tanto–, entra dentro de la normalidad. Es el presidente quien pone y destituye a sus ministros. Ninguna de las dos últimas de Podemos accedieron a sus cargos por haber ganado unas elecciones. Lo hicieron por la debilidad y la conveniencia del sanchismo, que ahora ha mudado de caballo para conservar el poder.

La vida, sin duda, es un inmenso mar de lágrimas, como sostenía la sombría teología medieval. Pero las ministras no deberían verter en público las suyas por dejar de serlo, ni tampoco por continuar. Que celebren su suerte o disfruten de su llanto en la más estricta intimidad, como hacen desde hace siglos los políticos británicos. “La verdad ha muerto y nadie la llora”, escribió Neruda.