Día gris, desapacible y con amenaza de lluvia, pero histórico, porque bien pudiera inscribirse en el Gran Libro de la Infamia Democrática Universal o, como mínimo, en el de los despropósitos mayúsculos. Pedro Sánchez llegó a un Congreso de los Diputados más blindado que Fort Knox, cuando el oro aún era patrón de cambio, y el dólar, cual florín florentino medieval, envidia universal: 1.600 agentes, la mayoría antidisturbios, francotiradores, caballería, perros, helicópteros y vallas y alcantarillas revisadas palmo a palmo.

El candidato Pedro Sánchez, presidente en funciones; secretario general del Partido Sanchista; Pacificador de Cataluña; adanista falaz y mesiánico; taimado escapista; superviviente nato, llegó para ser vestido o, mejor dicho, investido, con púrpura de múrice y armiño, porque se presentó desnudo, ya que en su loca prosecución del poder se ha ido dejando, en cada recodo de sus infames pactos, jirón a jirón, la ropa con que cubre la deshonestidad que le habita, de modo en que ahora hasta un ciego con mínima conciencia, sólidos valores y criterio, le ve con meridiana claridad como paradigma de la ambición desmedida y la indignidad política.

Acaso preocupado por su seguridad, porque arde la calle al sol de poniente, y las protestas ante la sede sanchista de Ferraz –que “no es una sede, es un puticlub”, según los malvados cayetanos desafectos al régimen progresista– ya suman más de dos semanas de crepúsculos consecutivos. Acaso siente sincero miedo, porque a Su Sanchidad ya no le dejan ni cenar tranquilo en un rincón de Gijón, pues la gente se agolpa allá donde va y le menta, en lontananza, la hora aciaga en que su santa madre lo trajo al mundo. Será el miedo, iba diciendo, unido a la desnudez que luce, lo que le lleva a entrar, discurso en mano, en la Casa del Pueblo por la puerta trasera, como un furtivo.

El miedo es malo. O, si no, que se lo pregunten a Carles Puigdemont, sedicioso, delincuente y prófugo que, tras redactar con mano firme los términos y condiciones de su propia “impecable y constitucional” amnistía –¡Madre de Dios, qué humillación para cualquier Estado democrático!– a cambio de sus votos, ahora pide protección policial, no vaya a ser que se le acerque algún fascista guasón muy cabreado y le haga volver a besar una bandera de su odiada España.

Así las cosas, con un país dividido como nunca antes lo ha estado; con millones de ciudadanos sinceramente indignados ante la amoralidad, cinismo e infinita desvergüenza del candidato; con incontables colectivos soliviantados –todo el mundo jurídico; gabinetes de abogados; empresarios, inversores y economistas; patronales; diplomáticos; intelectuales; médicos…–, y con buena parte del socialismo ruborizado ante la deriva de un partido que ya no reconocen como suyo, Pedro Sánchez, el Indultador, el Amnistiador, el Condonador asimétrico, el que hace florecer la concordia a su paso porque sabe hacer mejor que nadie de la necesidad virtud, subió a la tribuna…

Como era de prever, ante tesitura social tan crispada, optó por la estrategia del ataque como mejor forma de defensa, y, sobre todo, como táctica para eludir, o pasar de puntillas sobre el asunto más espinoso, el que más aborrecemos todos –o casi todos– de su nefasta forma de hacer política, basada en mentiras, pactos infames y concesión y venta, al por mayor y al por menor, del Estado de Derecho.

Tras un preámbulo en el que repasó lo mal que está el mundo –la incertidumbre que suscita el futuro; las guerras; la inmigración y el cambio climático– cargó lanza en ristre contra Alberto Núñez Feijóo, Santiago Abascal, la maldita derecha, los malditos liberales, los conservadores, los seres sin alma y el fascismo en general. Nada nuevo, ya saben, se resume en que sólo hay dos formas de arreglar esto, empezando, claro, por España: o bien la opción mala, retrógrada, indeseable, representada por el ala conservadora, o bien la luminosa, social y próspera, la que discurre por la carretera de ladrillos amarillos del Mago de Oz. 

De hecho, su discurso de investidura –y también el de cierre, en la segunda sesión, a cargo de Patxi López– no fue un discurso de investidura al uso; fue, de principio a fin, un discurso de oposición a la oposición, sañudo, basado en el acoso y derribo del contrario, salpimentado con algunas medidas, aquí y allá, cuya autoría debe más a las exigencias de Yolanda Díaz que a una hoja de ruta propia socialista. Ningún problema en eso: reducción de la jornada laboral, ampliación de prestaciones sanitarias, pensiones, transporte gratuito, y el consabido etcétera.

La réplica de Feijóo fue brillante. Sin perder las buenas formas le atizó hasta en el cielo de la boca, a base de ironía gallega y verdades, desgranando todos los chantajes ante los que claudica de forma sistemática. Pero de poco o de nada sirvió cantarle las cuarenta en bastos, porque la piel de Sánchez es la de un saurio ancestral, de los del periodo Pérmico. Ni cosquillas, ni pestañear, ni Clint Eastwood. Eso llevó al popular a comentarios como “¡Fíjense, es increíble, ni se inmuta el hombre; claro, para eso le haría falta tener un pudor que no posee!”, o el tremendo uppercut que le lanzó, directo al mentón, que lo resumía todo… “¡Las ansias del independentismo se han juntado con sus ganas de comer!”.

Santiago Abascal, en su turno, no fue tan comedido. Arremetió como un ariete contra el portón. Acusó a Sánchez de estar dando un golpe de Estado por la puerta trasera, amén de otros delitos; de trocear el Estado de Derecho; de injerencia y humillación al Poder Judicial; y de crear un agravio irreparable tanto en lo territorial como en lo social. La presidenta del Congreso, Francina Armengol, le conminó a retractarse y a borrar del diario de sesiones la acusación de “golpe de Estado”. El de Vox se negó en redondo y, tras su intervención, él y todo su grupo parlamentario abandonaron el hemiciclo. A pesar de que canta las verdades del barquero, Abascal se equivoca en las formas: Sánchez se frota las manos con él, encantado de que le regale tanta munición. Le necesita. 

Pero si un momento de las dos jornadas de investidura retrata, mejor que ningún otro, el cinismo sublime de Pedro Sánchez, ese fue aquel en el que el candidato, ante las críticas a sus pactos infumables, adujo, mirando a Feijóo: “(Les) hubiera bastado con decir: no sacrifiquen la unidad de España y no humillen a la Nación para conseguir esos siete votos, aquí tiene los nuestros”. Mentira. Interesadamente olvida que, en el único debate electoral con el candidato popular, este le ofreció acordar que gobernara la lista más votada, o bien un Gobierno en minoría, apoyado en asuntos de calado y trascendencia por el otro, en un pacto de Estado propio de democracias avanzadas. Ocurre que, en vistas al viaje inconfesable emprendido por Sánchez, las alforjas del PP no sólo no son necesarias, sino que son indeseables. Sánchez necesita –como bien dijo en su día Albert Rivera– a su “banda” a fin de perpetrar lo que anhela perpetrar. A buen entendedor, palabras pocas. 

Ocurre que con sus pactos con filoetarras, nacionalistas y separatistas, Pedro no quiere ver que ha dado con la horma de su zapato. Gabriel Rufián (ERC), Míriam Nogueras (Junts), y también Mertxe Aizpurua (Bildu), que se sumó al carro, se lo dejaron muy claro, clarísimo, en sus intervenciones en el debate. El apoyo de esas formaciones sólo es, como en los juegos, un token, un activo, un cupón de investidura. Y no va más allá ni presupone un pacto de estabilidad que abarque y asegure toda la legislatura. 

Los dos, chulesco y gangsteril el primero, y displicente y altanera la segunda, le recordaron que lo dejarán caer, a él y a su Gobierno progresista, de no ver satisfechas todas sus demandas a corto y medio plazo: amnistía, relator, referéndum, condonaciones mil millonarias de deuda, traspasos, recaudación total de impuestos, Seguridad Social… y lo que aún no sabemos ni está escrito. Al parecer ya está cerrada una primera reunión en Ginebra, a celebrar en los próximos días, con relator y mesa de negociación.

Se rumorea que al frente del equipo negociador socialista estará, entre otros, José Luis Rodríguez Zapatero, y que asistirá Carles Puigdemont, que no cabe de gozo al haber pasado de ser un paria angostado y sin futuro a rey del mambo. Será un encuentro, obviamente, al más alto nivel, de tú a tú, entre naciones soberanas. Así son las cosas, y así nos las vamos a comer.

Tras obtener los 179 ansiados síes que le invisten durante cuatro años más como presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, mano en pecho y sonrisa impostada de caracartón a piñón fijo, fue ovacionado por una corte de palmeros que aplaudía hasta con las orejas, al más puro estilo norcoreano. Cuatro años más en las barricadas, pero, sobre todo, en las mariscadas, bien valen una misa. Núñez Feijóo fue el primero en acudir a estrecharle la mano, como dicta el protocolo, y dice que le dijo, o le musitó, un apesadumbrado: “Te has equivocado, y serás el único responsable de esto”.

Sí, eso ya lo sabemos, él será el único responsable; pero pagarlo, lo que se dice pagarlo, lo vamos a pagar todos. Y bastante caro, por cierto.