A lo largo de mis cuarenta y tantos años de vida he podido constatar, por experiencia propia y a través de amigas, que cuando a un hombre le va peor en el trabajo que a su novia, su autoestima suele caer por los suelos y la relación de pareja se ve resentida (o se rompe, como en mi caso).

¿Por qué a los hombres les sigue costando tanto alegrarse del éxito profesional/económico de sus parejas? Esta era la pregunta que rondaba por mi cabeza mientras veía Fair Play, una peli recién estrenada en Netflix cuyos protagonistas son una pareja de enamorados de treintaipocos años que trabajan en un fondo de inversión de Manhattan. Todo va bien hasta que a ella (Emily) la ascienden y pasa a ganar mucho más dinero que su novio (Luke), además de convertirse en su superior.

Aunque es incapaz de reconocerlo, Luke se muere de envidia, se siente menos hombre, y empieza a menospreciar a Emily, hasta el punto de acusarla de haberse acostado con los jefes para lograr el ascenso, de venderse a los intereses de la empresa y de trabajar demasiado. Para colmo, pierde el deseo sexual, así que la pobre chica, en lugar de poder celebrar su ascenso y su subida de sueldo, cada vez que llega a casa por la noche se encuentra con un novio amargado y rabioso que le pisotea cualquier muestra de alegría.

“Durante muchos años, mientras mi carrera empezaba a despegar en televisión, tuve la sensación de que mi éxito no era del todo una victoria, ya que al tipo de hombres con los que salía, el hecho de que yo fuera grande les hacía sentirse pequeños. Me di cuenta de hasta qué punto estas dinámicas de poder tan arraigadas siguen teniendo influencia sobre nosotras”, explica la directora de la película, Chloe Domont, en una entrevista reciente para The New York Times. Domont, de 36 años, ha logrado plasmar muy bien en la pantalla esta lamentable sensación de no poder celebrar el éxito con la persona que supuestamente te quiere y te apoya en todo, y de ver que cualquier intento por aliviar la presión solo empeorará las cosas, porque él aún rabiará más.

“Hay una verdad profunda e incómoda incrustada en la película: algunos hombres son felices siendo iguales a las mujeres, pero son muy infelices siendo superados por ellas”, escribe Jessica Grose, columnista del NYT. Esta verdad, observa Grose, tiene ecos en investigaciones económicas como la de Claudia Goldin, profesora de Harvard, que acaba de recibir el Premio Nobel de Economía por sus estudios sobre la participación de las mujeres en el mercado de trabajo a lo largo de la historia, revelando las causas del cambio y las principales fuentes de la persistente brecha de género. “No lograremos tener igualdad de género hasta que no tengamos también equidad de pareja”, afirmó Goldin en una entrevista a raíz del galardón.

El problema no radica únicamente en los hombres. También hay mujeres que, cortesía del machismo incrustado en nuestro ADN, no se sienten atraídas por un hombre menos exitoso y poderoso que ellas. Es parte de lo que insinúa la serie Secretos de un matrimonio (HBO Max), adaptación de la miniserie homónima de Ingmar Bergman, de 1973. Para evitar hacer spoilers, solo diré que la serie reflexiona sobre la idea del amor, el deseo, la monogamia y el matrimonio a través de una pareja estadounidense contemporánea, en la que él, profesor de Filosofía, es quien gana menos dinero y se ocupa de los hijos y las tareas domésticas, mientras que ella es una exitosa ejecutiva del sector tecnológico que no se conforma con lo que tiene.