La impertinencia de Ione Belarra, dividiendo al Gobierno respecto al drama humanitario de Gaza, abre la puerta del infierno; la Embajada de Israel lanza lenguas de fuego contra la Moncloa. Ajeno a la crisis diplomática con Tel Aviv, Puigdemont se las promete felices; él piensa que, si Sánchez se debilita, a Junts le será más fácil conseguir la imposible consulta a cambio de la investidura. El president del Consell de la República, un organismo inexistente, se engaña a sí mismo para sobrevivir; cuenta con sus bases, que están a punto de votar si aceptan o no las condiciones para apoyar al PSOE y puede llevarse un chasco. Al ver la “guerra poderosa, mortífera y precisa” –en palabras del ministro israelí de Defensa, Yoav Galant—, la gente se desmorona; la imagen de niños palestinos bebiendo agua del mar desconsuela.

Para Puigdemont es el mundo al revés: los suyos son los malos. Enfrente tienen a la confederación milenaria de ciudades sepultadas por los siglos, como Ascalón, Asdod, Ecrón, Gat y Gaza, el territorio de la Franja. Él quería una imagen del pueblo doliente y huyendo en desbandada en busca de Jericó, la ciudad de murallas ciclópeas, que los israelitas derribaron con el sonido de sus trompetas, según el relato bíblico: “¡Saluda a las orillas del Jordán y a las destruidas torres de Sion!”, dice el Va, pensiero de Nabucco, en boca del coro de esclavos. Pero resulta que son los antiguos filisteos los que ahora huyen hacia ninguna parte, del norte al sur de Gaza, sin espacio para caminar, cargados con mantas, colchones, enfermos y montones de niños convertidos en nadies.

La política española vertebra su genio al amparo de la versión de la guerra más convincente para su parroquia. La izquierda se entorpece a sí misma con la imagen del genocidio en marcha, que está dispuesto a detener el mismo presidente Biden, mientras el PP acusa a miembros del Gobierno de simpatías hacía la violencia terrorista, ejercida contra civiles israelíes. Entra en juego la munición de Núñez Feijóo: “Con sus cesiones al nacionalismo, el Gobierno está balcanizando España”. Es el político sin causa; el líder ruralista que duerme entre la morriña y el deber; el hombre que, cada mañana, se levanta tanteándose el pijama y estudiando de memoria el argumentario de Génova, 13.

Felipe González no le va a la zaga: dice que la amnistía es un “interés personal de Sánchez”. Por su parte, el presidente del Gobierno en funciones recupera la operación ZP para situar la amnistía en el marco de la Constitución. Y aunque Zapatero resulta más convincente ahora que cuando gobernaba, el soberanismo busca grietas de forma incesante. Es la hora de mirar a Escocia, donde el SNP renuncia a la unilateralidad sin renunciar a la causa. La todavía influyente Nicola Sturgeon recupera la versión de convertir las próximas elecciones generales de Reino Unido en un plebiscito sobre la independencia; su sucesor, Humza Yousaf, habla de levantar la veda y abrir una larga negociación con Londres.

Los misiles siguen volando sobre Tierra Santa. En el Jerusalén oriental, la Puerta de Damasco, donde concluye cada año el ayuno del Ramadán, está vacía. La capital de las tres culturas cierra puertas, ventanas y plazas. Sobre siglos de odio e incomprensión se levanta el romance escrito por San Juan de la Cruz (1577), en la cárcel de Toledo, sobre el Salmo 137: “Encima de las corrientes/que en Babilonia hallaba,/allí me senté llorando,/allí la tierra regaba,/acordándome de ti,/¡Oh Sion!, a quien amaba./Era dulce tu memoria,/y con ella más lloraba”.

En España, sobre el territorio de las CCAA dominado por el PP, solo habla el presidente del PSOE de Castilla-La Mancha (García-Page ganó por un escaño), enfrentado a Sánchez, al límite de la escisión. Puigdemont tiene la palabra, pero sueña en los saltos de agua sobre las balconadas de los jardines babilónicos, la ciudad perdida. No quiere saber lo que sabe: Sánchez es el tren de su última oportunidad.