Cuando Jaume Collboni logró alcanzar la alcaldía de Barcelona ya anunció que había deberes pendientes pero que las cosas no iban a cambiar de una semana a otra. Es cierto. Pese a ocuparse de algunos de los temas más denunciados por la ciudadanía los resultados o se ven con dificultad o, directamente, son inapreciables. Los barceloneses son pacientes --lo han demostrado con mucha entereza durante los últimos ocho años de torpezas municipales-- y seguro que saben poner en la balanza de la sensatez que darle la vuelta al calcetín es complicado. Sin embargo, no sería bueno ni recomendable para la ciudad adoptar actitudes permisivas con las cosas que no funcionan por complicada que sea su solución.
El ejemplo del barrio de Sant Antoni, uno de los espacios de moda en los últimos años en la capital catalana, es relevante. Desde hace tiempo emite signos continuados de una degradación progresiva. Confluyen en él diversas circunstancias que le colocan en una posición complicada: es un barrio saturado por el importante volumen de locales que --gentrificación incluida-- sigue viviendo en la zona, por el boom de extranjeros afincados en Barcelona que lo han elegido como cuartel general para su larga estancia y, por supuesto, es uno de los polos ciudadanos donde el turismo ocasional, el de mochila o troley desvencijado, ostenta su poderío. Población diversa, con intereses muy diferentes, y con la guinda de que los servicios del barrio se convierten en una ventana de uso para muchos ciudadanos de los colindantes Raval y Poble Sec. Con este panorama la calidad de algunos elementos que ofrece Sant Antoni se deteriora.
Hablemos de limpieza, que es uno de los primeros indicadores que se van a hacer puñetas cuando hay saturación peatonal y los servicios públicos no dan abasto. Sant Antoni tiene dos ejes de paseo. Uno histórico, la avenida Mistral, y otro sobrevenido por la fiebre de las superillas, la calle Borrell. En ambos, casualmente, se han desplomado sendos árboles en menos de un mes y medio. Si un vecino deambula por esos dos ejes, o un turista, o un hombre de negocios o quien sea, verá como la suciedad, las manchas que tiñen el pavimento, la relajación en la colocación de las bolsas de basura en su espacio adecuado, latas, envoltorios chafados de paquetes de tabaco, y demás lindezas flotan sobre aceras y asfalto. Y lo grave es que ahora con frecuencia se ven vehículos y personal de limpieza, de agentes cívicos, pero luego el resultado es el mismo, la desesperación.
En ese paseo improvisado espero que el visitante no se fije mucho en las islas de césped de la avenida Mistral, auténticos sumideros de tierra (el césped ya apenas existe), basuras variadas y urinarios improvisados. Y en la zona de asiento en la superilla de Borrell, en la esquina con la calle Parlament, hay que ir esquivando las manchas de líquido, los restos de envoltorios por el suelo, la dejadez, en definitiva.
Pasa en Sant Antoni y en otros muchos lugares de la ciudad. Si se limpia, habrá que hacerlo más. Estoy convencido de que la ciudad tiene un plan. Pero queremos verlo y vivirlo.