Llevamos más de un mes en plena batalla sobre la posibilidad de que Pedro Sánchez acepte conceder la amnistía a los dirigentes y otros participantes en el procés soberanista catalán.

En la batalla se enfrentan dos bandos: a un lado, políticos de la derecha y de la vieja guardia del PSOE, un ejército de juristas “de reconocido prestigio”, analistas y tertulianos. Todos ellos consideran que la amnistía es inconstitucional, como creían hasta hace dos meses los dirigentes del PSOE, el presidente y los ministros del Gobierno, y valoran la posible medida con calificativos apocalípticos, hasta llegar a decir que si se aprueba será el fin de la democracia.

En el otro bando, se alinean políticos del PSOE que han cambiado de opinión y de la izquierda de la izquierda, nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, otro ejército de juristas “de reconocido prestigio”, analistas y tertulianos. Todos ellos consideran que la amnistía es constitucional y valoran su concesión como un intento de “restaurar plenamente la convivencia democrática” en Cataluña y de “reconciliar” a los catalanes divididos más o menos por la mitad como consecuencia del procés.

Los dos bandos tienen sus argumentos jurídicos para defender sus posiciones, pero el problema no es ese, el problema es que la concesión de una amnistía es una decisión eminentemente política y desde este punto de vista es necesario valorarla.

Y es aquí donde se plantean las dudas y las preguntas. El intento de “restaurar plenamente la convivencia democrática” es muy loable, pero compromete a las dos partes. ¿Está el independentismo de acuerdo en firmar un pacto de convivencia mientras repiten cada día que no renuncian a la unilateralidad y que lo volverán a hacer? No solamente eso, sino que cada día suben la apuesta, pidiendo el referéndum y otras concesiones, y ponen más trabas en la negociación; la última, el rechazo como negociador del primer secretario del PSC, Salvador Illa.

Tanto Carles Puigdemont como Oriol Junqueras se llenan la boca diciendo que los sucesos de octubre de 2017 fueron plenamente democráticos y no se cometió ningún delito (ahora obvian incluso el de desobediencia que en algún momento habían admitido). El historiador Josep Maria Fradera les rebatía el miércoles en un artículo en El País: “Los sucesos de 2017 (…) significaron la imposición de una parte ni siquiera mayoritaria de la sociedad catalana sobre el resto, de una ensoñación que perturbó profundamente la vida civil y quebró la convivencia”.

“El resultado –añadía Fradera— no fue una lección de democracia y de respeto a la minoría, más bien lo contrario. Por esta razón resulta chocante e inadmisible que los protagonistas en romper la norma, en escamotear el debate cívico, en conculcar los derechos de la mayoría discrepante, en monopolizar hasta el abuso los medios de comunicación públicos, traten ahora de imponer las condiciones para una negociación que aspira a devolverlos al terreno de la realidad”.

Estos son, en efecto, los desequilibrios que encierra esta negociación y uno de los riesgos que debe afrontar el presidente del Gobierno en funciones si finalmente se decide a conceder la amnistía, que ya ha admitido que se negocia. Una amnistía, palabra que aún no ha pronunciado Sánchez, de la que, por cierto, se desconoce todo y que puede ser distinta de lo que se aventura.

A la vista de las diversas variedades de amnistía, los términos en que se concrete la ley y las razones que se citen en la exposición de motivos serán decisivos para que el Estado no quede indefenso y humillado ante quienes aseguran que la medida de gracia es solo el principio para otro 1-O.

Si las condiciones de la amnistía son estrictas, es muy posible que los independentistas no las acepten. Y, en cualquier caso, la amnistía siempre nacerá con el estigma de que es moneda de cambio para la investidura, pese a que Sánchez afirme que sería el inicio de un pacto más amplio y duradero para resolver el “conflicto catalán”.