Esperemos que, a partir de hoy, en el Parlament, con el turno de la oposición, se empiece a tratar a fondo de lo que hace (o no) la Generalitat para mejorar la vida de los catalanes, porque ayer la intervención de Pere Aragonès fue decepcionante. Llama la atención esa coletilla permanente de querer ser el president de “la Catalunya sencera”, de los ocho millones, cuando en realidad solo se dirige a los soberanistas. Para empezar, no tuvo la cortesía de hablar ni tan siquiera cinco minutos en castellano, que es la otra lengua, por cierto, mayoritaria, de la sociedad catalana. La obsesión por convertir el catalán en instrumento de identidad nacional y cohesión social resulta enfermiza, y le hace un flaco favor. En lugar de sumar, resta, creando rechazo. Al ignorar al castellano, o presentarlo como un enemigo, se opone a la Cataluña bilingüe. Si tras cuatro décadas de promoción a saco del catalán se habla cada vez menos, como se lamentan los nacionalistas, algo habrán hecho muy mal. Evidentemente, es mentira. El catalán nunca había estado mejor que hoy. El problema es que solo saben roer el hueso del victimismo. Las políticas lingüísticas están para garantizar derechos, los derechos de todos los hablantes, y no para imponer preferencias. Su deseo sería borrar el castellano de Cataluña, o reducirlo a un uso familiar e interpersonal, pero la realidad es más tozuda que ellos.

Mientras tanto, la cuestión de la llengua (siempre en singular, como si solo tuviéramos una) es otra matraca que no cesa, y hace de dúo con el cacareado déficit fiscal, comodín que sirve para alimentar un sentimiento de agravio y disculpar lo mal que gestionan nuestros dineros. Durante el procés, el déficit se convirtió en “expolio”, y ahora está de vuelta, lo que es un sensor de que volverán a la carga. Ayer Aragonès se refirió en diversas ocasiones como argumento de autoridad. Que el Govern invierte poco en sanidad o educación, todo se arreglaría subsanando ese déficit fiscal que la Generalitat calcula en 22 mil millones que anualmente se van a Madrid y no vuelven. Son las cuentas de Juan Palomo, como eran las del Brexit, que llevó a los británicos a salirse de la Unión Europea para recuperar ese dinero que supuestamente pagaban de más. Un disparate del que ahora se arrepienten. Evidentemente, aquí, la única finalidad del recurso al déficit fiscal es fabricar resentidos e independentistas.

El president confundió también “la Catalunya sencera” con los que quieren votar la secesión, que es otro monotema que por desgracia ha vuelto a tomar fuerza tras las elecciones del 23 de julio. Aragonès tampoco hizo de president, sino que se arrogó el papel de negociador de la investidura de Pedro Sánchez y afirmó, como ya hizo Oriol Junqueras la semana pasada, que la amnistía ya está en el saco, acordada, lo que sentó a cuerno quemado en Junts. Los que estamos en contra de ese chantaje a la democracia tenemos nuestra confianza depositada en los “amigos” independentistas. Irónico, pero cierto. Pues sí, a ver si suben tanto el listón de las exigencias, como hizo ayer Aragonès al doblar la apuesta con la condición de pactar un referéndum antes de 2027, que a Sánchez le resulta imposible aceptarlas y no le queda otra que volver a elecciones.

Va a ser entretenido en las próximas semanas ver hasta dónde llega el ruido de los partidos independentistas en su lucha por capitalizar un protagonismo fruto de un endemoniado resultado electoral, y dónde empiezan sus exigencias irrenunciables. Que habrá amnistía a cambio de investidura parece bastante seguro, aunque Sánchez evite pronunciarse hasta pasado el tiempo de Núñez Feijóo. El silencio es cobarde, pero también hábil y revelador. Ahora bien, cuanto con más fuerza los separatistas den por descontada la amnistía, más posibilidades hay de que lo quieran todo, sean codiciosos y exijan acordar un referéndum, en una reedición exprés de la subasta del procés, y en medio de su pelea confundan el ruido con las exigencias.