No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo”.

Lo decía Francisco de Quevedo, un dinosaurio, sí. Acallar al disidente y aislarlo, expulsar al valiente, llenando de miedo a quien de ti depende para silenciar sus críticas. Esa táctica es habitual en cualquier purga. Sólo los obedientes, los que siempre acaban dándole la razón al amo, sobreviven en tiempos revueltos. Y los que hoy vivimos en España lo son. Hay que apoyar al líder, sin fisuras, aunque creas que se equivoca, para mantener el sueldo, el puesto en la lista, la confianza y la butaca. Sin embargo, el miedo paraliza y hace peores a las empresas, a los partidos, a la sociedad. Todo es justificable, aunque sea con melindrosas excusas.

¿Quién podía pensar que se llegaría a expulsar del PSOE a Nicolás Redondo Terreros, secretario general socialista en Euskadi en los peores tiempos de los asesinatos de ETA? Menos aún que se justifique un expediente porque el histórico militante se sentó en una mesa con Aznar. Como si hablar con la derecha, con un exjefe del Estado español, o almorzar con quien opina distinto, fuera falta grave en democracia. Echar a Redondo Terreros, hijo de Nicolás Redondo Urbieta, nieto de Nicolás Redondo Blasco, miembros del PSOE y de la UGT en Euskadi, en España, es, simplemente, un error.

Los más convencidos o afines incluso cuelgan montajes fotográficos de tan “terrible” encuentro. He leído y escuchado que la postura de Nicolás, en distintas ocasiones y ante diversos pactos, daña las siglas del PSOE.  Entiendo que no les complazca. No obstante, sería importante dejar de dar por supuesto que los militantes o simpatizantes han de opinar siempre igual que “el partido”.

Expulsar a quienes siempre lucharon por el Estado de derecho acaba, eso sí, por deslucir las siglas de un partido que tiene su historia y sus disidencias, sus familias y sus corrientes. Convivieron bajo las siglas del PSOE desde Luis Gómez Llorente o Tierno Galván a José Bono y Gregorio Peces Barba.

Militantes llenos de fervor sanchista se empeñan, a través de periódicos afines, en redes o encuentros de amigos, en querer convencer a cualquier votante socialdemócrata y constitucionalista de la necesidad de aprobar una ley de amnistía que deje en el olvido los delitos de quienes se saltaron las leyes en Cataluña. “O gobernará Vox y el PP de Aznar” es el único y pobre argumento.

Vivimos sumergidos en contradicciones. La segunda vicepresidenta del Gobierno en funciones, Yolanda Díaz (Sumar), ha viajado hasta Waterloo para abrazar a Carles Puigdemont. Y no se ha oído una amonestación. Sin embargo, cualquier socialista o federalista que se atreva a decir que aceptar la amnistía puede tener nefastas consecuencias para el futuro del Estado español es acusado de deslealtad o condenado al aislamiento.

Puigdemont y sus siete mosqueteros, ante tanta comprensión, andan exigiendo todo y más. Ponen fecha y dicen que su apoyo a la investidura de Pedro Sánchez “saldrá caro”. Junts, el nacionalismo conservador de toda la vida, convertido ahora en independentismo, quiere que España y los españoles paguemos con intereses inflacionados su apoyo a una investidura. No renuncian siquiera a la unilateralidad, o sea, a volver a incumplir la ley.

El actual ultranacionalismo, convencido de su poder para poner o sacar presidentes de España, no guarda ni las formas. El insulto al constitucionalismo, incluso al propio PSOE, llega a niveles nunca vistos. Xavier Trias, exalcalde convergente de Barcelona y militante ahora de Junts, se saltó ayer cualquier límite al afirmar que “el Partido Socialista provocó el golpe de Estado del 23F con el objetivo de frenar el desarrollo autonómico de España”. Añadió que los que siguen creyendo que el golpe lo dio Tejero y otros militares franquistas son/somos “unos inocentes”. Toma ya.

Trias asegura que no está gagá. Creo que tiene razón. O, si acaso, está tan gagá como el expresidente de la Generalitat Quim Torra cuando calificaba a los españoles de “bestias carroñeras”. La edad no es el motivo de semejantes declaraciones. En Cataluña, durante la última década, a los constitucionalistas nos han dicho de todo. Y las falacias, las mentiras contra la democracia en que vivimos, contra quienes hicieron la Transición, se acumulan.

Lo único nuevo es que los exconvergentes, convertidos en nacionalistas unilaterales, se han crecido con tantas visitas, abrazos y regalos de bienvenida. Muchos aún esperamos que, cuando el PSOE tenga que responder a la petición de saltarse la Constitución, no siga en silencio ni se instale en el miedo. Simplemente, que diga alto y claro: “No”.