En la estela de otros países, asiáticos y africanos, que han sido colonias del Imperio británico o que fueron invadidos y despojados de su patrimonio, o donde arqueólogos y aventureros se aprovecharon de la necesidad y de la ingenuidad de los lugareños para birlarles su patrimonio artístico a cambio de unos cacahuetes y unas cuentas de cristal, ahora es China la que reclama al Museo Británico que restituya las obras de su colección que obtuvo “durante la época colonial”.
El descubrimiento de que el Museo Británico ha perdido cientos o miles de piezas, que ni siquiera estaban catalogadas, y que para más inri han sido sustraídas por uno de sus directivos para venderlas en E-bay, resulta muy divertido, y ha reforzado esas reclamaciones: “No son ustedes ni siquiera capaces de conservar en sus cuevas de Alí Babá el botín que con malas artes nos sustrajeron. ¡Devuélvanoslo!”.
Llama la atención que esas reclamaciones no hallen entre nosotros un eco clamoroso, ni siquiera demasiado favorable, ni siquiera entre los sectores más concienciados o autocríticos de la sociedad.
Nosotros mismos perdimos un gran patrimonio a manos de los ejércitos napoleónicos durante la invasión, y otro que, ya en el siglo XX, vendieron de manera más o menos legal los curas de parroquias míseras, las instituciones religiosas, los políticos deshonestos, por no hablar de lo que más adelante saquearon, aprovechándose de nuestra incuria y abandono, ladrones activísimos como el tristemente famoso Erik el belga.
A estas alturas la gente en Europa sabe perfectamente que, so pretexto de llevar al mundo subdesarrollado el progreso y la modernidad, los ejércitos coloniales se dedicaron, allá donde fueron, al pillaje sin escrúpulos y a la matanza. Pero nos parece que los innumerables bienes que fueron saqueados a sociedades subdesarrolladas, especialmente desde la invasión de Egipto por Napoleón y la invención de la institución del museo nacional, están mejor cuidados y más a salvo en Europa y Norteamérica que en su lugar de origen.
Es cierto que a menudo en ese “lugar de origen” los tesoros artísticos estarían expuestos a peligro de destrucción, por causa ideológica o religiosa. Así los yacimientos arqueológicos, las entidades museísticas y bibliotecarias de Siria, incluida la ciudad de Palmira, fueron bárbaramente destruidos en el año 2011, o vendidos en el mercado negro por los guerreros del efímero califato del Dáesh.
Diez años antes las estatuas gigantescas de los Budas de Bamiyán, que tenían 1.500 años de historia, fueron consideradas por los talibanes como ídolos, contrarios al Corán, y por consiguiente dinamitados.
Hay países desafortunados siempre expuestos por motivos geográficos e históricos a que la castrante clerigalla tome el poder y se dedique a prohibir y romper cosas.
¿China quiere que Gran Bretaña restituya ingentes artefactos de su colección, con el argumento de que fueron robados durante las guerras del opio (1870: uno de los episodios más repugnantes del Imperio británico) y la época colonial? ¡Hombre, ya!
En Monsieur Loo, un ameno librito de Geraldine Lenain que traduje en el año 2015 (ed. Elba), se reconstruye la interesante figura del marchante de arte chino que a principios del siglo XX se instaló en París e iba y venía continuamente de China, visitando sus pueblos más atrasados, comprando por unos céntimos esculturas abandonadas, piezas de jade, vajillas y mobiliario antiguos, para revenderlos a los museos europeos y norteamericanos. Así Loo (1880-1957) se hizo riquísimo.
Muchas de las piezas que sacaba de China las vendió precisamente al Louvre y al British Museum. Cuando Pekín lo condenó a muerte (in absentia, pues él siguió viviendo tan ricamente en su pagoda de París), él se justificaba diciendo que con su actividad comercial había dado a conocer al mundo la milenaria cultura china y que, si no llega a ser por él, que “rescató” aquel fabuloso patrimonio, este hubiera desaparecido, destruido por la ignorancia del pueblo y la indiferencia del Estado.
Algo de razón tenía, y el tiempo le daría más razón aún. La verdad es que el responsable del mayor atentado al patrimonio chino es el mismo Partido Comunista, durante la Revolución cultural de los años sesenta, cuando sus guardias rojos se dedicaron sistemáticamente a destruir todo vestigio de un pasado imperial que les parecía odioso.
Bajo el lema maoísta “Primero destruye, la reconstrucción vendrá por sí sola”, fueron pulverizadas antigüedades, templos, imágenes de Confucio y su doctrina, libros y manuscritos, obras sobre religión, etcétera. Los altos funcionarios del Partido se dedicaron también a obtener pingües beneficios con la venta clandestina a Occidente, a través de las embajadas, de aquellas antigüedades tan mal vistas. Según algunas estimaciones hay más de 1,64 millones de piezas de arte chino repartidas por más de 200 museos occidentales y cerca de 10 veces más en colecciones privadas.
En fin… ¿yo qué opino? Yo creo que las obras de arte chinas están muy bien donde están: en Londres, donde acaso algún perillán robe alguna, pero raro sería que la triturase en nombre del islam o de ninguna revolución, religión, ideología u ocurrencia.
Además de que, en el improbable caso de que me apeteciese verlas, esas chinoiseries quedarían a sólo una hora y media de avión. Mientras que Pekín… Buf. La Cina non è vicina.