Hubo un tiempo en este país en el que algunos plumillas malintencionados empleaban como muletilla retórica, y discursiva, la idea de que en el seno de la izquierda catalana cohabitaban dos almas. Definían a una de ellas como jacobina y a la otra como a un caballo de Troya del nacionalismo. Superada felizmente la fase del animismo, y una vez demostrado que aquel caballo devino un poni errante, el personal de izquierdas tiene derecho a discrepar sobre lo que conviene hacer en política. Esta vez no se trata de discutir sobre la existencia de algo inmaterial, sino sobre lo factible, conveniente y ajustado a derecho, capaz de poner en marcha este país. Núñez Feijóo y los suyos son conscientes de que en esta ocasión no van a gobernar. Su no reconocimiento de la pluralidad parlamentaria es la consecuencia de su aislamiento; la concomitancia con Vox, su pecado mortal. Lo que se dirime hoy en la política española es cómo encajar las exigencias de una nueva realidad parlamentaria y territorial. Ahora bien, el reconocimiento de esa nueva realidad no puede, ni debe, implicar un sometimiento a los caprichos de una minoría. El independentismo es insaciable por naturaleza, provoca el síndrome de Sísifo a sus interlocutores y no entiende de razones de Estado. Desde los partidos secesionistas se habla alegremente de una ley de amnistía como la piedra filosofal capaz de convertir lo punible en loable. Cuentan los peticionarios de la ley con el beneplácito de personajes como Jaume Asens, Joan J. Queralt y algunos más. Poco les importa si para ello hay que retorcer la Constitución y procurar la bendición de unos cuantos expertos. Cicerón solía decir que no hay absurdo que no haya sido apoyado por un filósofo. Llegados a ese punto comparto la idea de Quim Coll cuando afirma que una amnistía de esa naturaleza vulneraría la separación de poderes y la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Constato que entre mis conocidos y amigos, respecto a las negociaciones del PSOE con Junts y ERC, hay básicamente dos actitudes (¿almas?). Una, buenista y bien intencionada, capaz de comprender, asimilar, aceptar y defender cualquier apaño –aunque sea efímero— para ver de nuevo a Pedro Sánchez y Yolanda Díaz en el Gobierno de España. Otra, dolida y escarmentada tras comprobar cómo ninguna medida y cesión sacia las exigencias secesionistas. Para colmo de males, la ANC, y un sector de ERC, siguen con su verbalismo irredento. Los escarmentados no son (somos) una peña de sectarios, amamos el pacto y el diálogo, pero nos preguntamos qué nueva exigencia colocará sobre la mesa una ERC acomplejada o un Puigdemont apurado. Simpatizo con los escaldados; no me gustan los reincidentes y comparto con otros escarmentados la opinión de Ramón Jáuregui cuando dice: “Si la minoría nacionalista exige lo imposible, digamos no”.
Puestos a jugar a la política ficción, conocedores de la pugna entre ERC y Junts por la hegemonía en el universo secesionista, ¿se imaginan ustedes a Carles Puigdemont regresando a España en olor de multitudes (independentistas, por supuesto) y libre de compromisos con la justicia? ¡Vaya espectáculo!
¿Precedentes, experiencias y paralelismos con otros regresos sonados? Los hay. El 24 de marzo de 1814, Fernando VII cruzó el río Fluvià camino de Girona acompañado del general Francisco Copons. El militar portaba un pliego de la Regencia para que el monarca jurara la Constitución de 1812. El Rey no lo hizo, tampoco siguió la ruta trazada. El recibimiento popular de El Deseado fue tan desbordante y apoteósico que nadie le contradijo. Ya saben ustedes que en este país hay algunos iluminados capaces de vitorear cualquier esperpento con un “¡Vivan las cadenas!”.
Pues bien, si Puigdemont amnistiado regresa a Cataluña, cruzando el río Fluvià en un descapotable, quién garantiza que él y los suyos van a respetar la Constitución.
Eso sí, a Oriol Junqueras y a Pere Aragonès les daría un síncope.