Desde hace unos días, vengo siguiendo el caso Rubiales sin que, hasta hoy, nada de toda esta lamentable historia me haya llegado a sorprender.

Me repugnó, pero no me sorprendió ver cómo un directivo le sujetaba la cabeza y le plantaba un beso en la boca a una deportista, a modo de felicitación, porque, como casi todas las mujeres, a lo largo de mi vida he sido objeto de más de un tocamiento incontenido, ya fuese encubierto de roce casual o de efusivo saludo, o aún más ofensivo, disfrazado de broma. Tampoco me sorprendió que, cuando se “destapó” la actuación del supuesto agresor, se publicaran unas falsas declaraciones de la jugadora, porque en esa línea de falta de respeto a la víctima era lo más sencillo para parar lo que ya parecía difícil de contener.

Mucho menos me extrañó que Rubiales no dimitiera, porque se ha de ser muy íntegro para renunciar a un cargo tan bien remunerado.

Ni siquiera su discurso ante la federación me supuso sorpresa alguna, porque, como juez, he oído en multitud de ocasiones el argumento fácil de que el acto cometido ha sido consentido, de modo que se convierte así a la víctima en quien tiene que probar un hecho negativo como es su falta de consentimiento; es decir, se la revictimiza.

En la misma línea, también era de esperar que, como también es habitual en sede judicial, Rubiales, el supuesto agresor, haciendo gala de un machismo recalcitrante, vertiera las culpas en el feminismo y en los medios de comunicación y que no hubiera por su parte ni reconocimiento ni disculpa alguna por la (seguimos con supuesta) agresión.

En cuanto a los personajes que en un primer momento aplaudieron el discurso de Rubiales hasta ponerse en pie para, días después –tras la suspensión del presidente por la FIFA–, desertar de sus apoyos, también tienen encaje en la patética historia y no es más que la confirmación de lo acertado de los refranes, al menos ese que se refiere a criar cuervos, en este caso cuervos machirulos.

Lamentable, pero no sorprendente, es también que, salvo muy honrosas excepciones, la mayoría de deportistas masculinos (no solo futbolistas) hayan decidido no pronunciarse y, más lamentable aún, que se excuse el silencio en que “es un tema político”, porque su actitud perpetúa la injusticia y la desigualdad de género.

Tampoco puede sorprender a nadie, ni merece mayor comentario, la reacción de apoyo a Rubiales por parte de su familia cercana, aunque, en su día, su tío Juan Rubiales, ex jefe de gabinete del presidente de la RFEF, asegurase ante la Fiscalía Anticorrupción que se organizaban fiestas privadas con dinero de la entidad.

Como decía, ninguna sorpresa hasta hoy. Concretamente hasta esta mañana, en la que he visto en la televisión que entrevistaban a una señora que, pese a no dudar de la versión de Jenni Hermoso, con una expresión próxima al llanto, manifestaba que sentía mucha pena por Rubiales “porque podía perder su trabajo y tenía tres hijas”.

Es decir, si no he entendido mal, no le daba pena que una jugadora (supuesta víctima) haya trabajado duramente, como sus compañeras, para conseguir que España gane su primer Mundial femenino de fútbol ni que, para ello, esas mujeres, como sus predecesoras, se hayan tenido que imponer durante años a una cultura hostil a la práctica femenina del fútbol, ni que pese a lograr esa gesta, Jenni –quien debería estar descansado y de celebración– haya visto empañado su triunfo; a esa señora le daba pena que el supuesto agresor, pueda perder su trabajo, un trabajo por el que según se aprobó en la asamblea general de la RFEF el 30 de mayo de 2022 lleva aparejado un sueldo de 675.761,87 euros brutos (371.669,03 euros netos) al año.

Ha sido justo en ese momento cuando me he dado cuenta de lo agradecidos que tenemos que estar hacia Jenni Hermoso, a que no se haya dejado presionar y a remover una sociedad que, casi con unanimidad, ha reaccionado contra actitudes como la del ya suspendido presidente Rubiales, aunque aún queden individuos que, ante una agresión a una mujer, empaticen con el agresor (supuesto, eso sí).

Lola Ferres Morales es magistrada