Nos hemos malacostumbrado a usar el lenguaje como arma arrojadiza más que como un vehículo para comunicarnos. Lo usamos para cavar trincheras en lugar de para tender puentes.

La negociación de los puestos de la Mesa del Congreso de los Diputados de la XV legislatura ha vuelto a usar la lengua como arma. Los partidos nacionalistas catalanes han obligado a la presidencia del Congreso a aceptar usar el catalán en el día a día de la Cámara y, ya que estamos, se han subido al carro euskera y gallego. Se han olvidado, sin embargo, de otras dos lenguas que tienen exactamente el mismo derecho que las anteriores, el valenciano y el aranés.

El artículo 3.2 de la Constitución dice que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”. Es decir, las lenguas cooficiales con el castellano las marca cada uno de los estatutos de autonomía.

Así el Estatuto de la Comunidad Valenciana de 1982 deja bien claro en su capítulo 6 que su lengua oficial es el valenciano, lo mismo que el de Cataluña de 2006 consagra como lengua cooficial también al aranés. Valenciano y aranés tienen, por tanto, el mismo derecho a ser usados en el Congreso como el euskera, catalán o gallego, ni más ni menos. Es un tema legal, no filológico, por lo que poco da si hay quien técnicamente considera el valenciano como un dialecto del catalán, legalmente es una lengua diferente, cosa que no ocurre con el mallorquín pues en el Estatuto de Autonomía de las Islas Baleares reza que el idioma cooficial es la “lengua catalana, propia de las Islas Baleares”.

Poder usar el catalán o el valenciano en el Congreso puede que haga feliz a un conjunto de ciudadanos, pero también hay que valorar sus sobrecostes. Hay un escenario de máximos, cabinas de traducción y puestos con pinganillo, como en la ONU. Pero también se puede tirar de inteligencia artificial y que los flamantes iPads de sus señorías tengan una aplicación oficial por la que seguir en streaming las sesiones convenientemente traducidas automáticamente. Para entenderse sería más que suficiente.

Lo que será interesante de ver es qué se hace con el cuerpo de estenotipistas, 66 funcionarios, en su inmensa mayoría mujeres, que están en el patio del Congreso tecleando unas extrañas máquinas para recoger taquigráficamente la literalidad de lo que se dice. ¿Serán necesarios más para entender a sus señorías cuando hablen en sus idiomas vernáculos? ¿O aprovecharemos el cambio para modernizar la elaboración del diario de sesiones pasando a transcribir las sesiones directamente de las grabaciones que ya se realizan?

La introducción de cinco lenguas nuevas en el Congreso puede usarse para modernizar la confección del diario de sesiones o para incrementar sobremanera los costes. Conociendo a nuestros padres de la patria, en lugar de ahorrar irán por el camino del mayor gasto, no me cabe la menor duda. Y habrá que ver si, como pretende el Govern en los colegios, sus señorías hablarán en su idioma vernáculo en el bar del Congreso o usarán para entenderse la segunda lengua más hablada del mundo, el castellano.

Pero lo que ocurra en la Carrera de San Jerónimo será un juego de niños con la aventura que comenzaremos a andar en Bruselas y Estrasburgo. La Unión Europea es más que probable que se niegue a aceptar más idiomas oficiales por muchos motivos. El primero porque ya es un órgano multilateral con demasiados idiomas oficiales, 24, mientras que la ONU, con 193 Estados miembros, solo tiene seis idiomas oficiales, uno de ellos el castellano, por cierto.

Aunque la UE se autoproclama como un ente “caracterizado por su diversidad cultural y lingüística, y las lenguas habladas en los países de la UE son una parte esencial de su patrimonio cultural. Por ello, la UE apoya el multilingüismo en sus programas y en el trabajo de sus instituciones”. Dar entrada a más lenguas oficiales abriría un melón que probablemente no convenga a ningún Estado miembro. No es la primera vez que aparece el tema de las lenguas cooficiales.

En 2004, el Gobierno de España solicitó, y logró, que los ciudadanos españoles se pudiesen dirigir a la Unión Europea en cualquiera de las lenguas oficiales de uso en España, aunque en esa ocasión no se pidió la oficialidad. La Unión Europea dijo sí, hoy podemos dirigirnos a la UE en cualquier idioma oficial (honestamente no sé si en aranés), pero todos los sobrecostes los pagamos los españoles.

Francia cuenta con siete idiomas reconocidos oficialmente e Italia con 11, pero ninguno tiene el grado de cooficialidad regional en sus países que tenemos en España. Luxemburgo, por ejemplo, no pudo dar de alta el luxemburgués como idioma oficial de la Unión. Y así siguiendo porque en Europa hay más de 200 idiomas mientras que “solo” 24 son oficiales en la Unión Europea. No parece nada sencillo el camino de las lenguas españolas en Europa. Legalmente, probablemente, deberían primero hacerse oficiales en todo el territorio nacional, ahora solo lo son en sus respectivas comunidades autónomas, y eso implicaría un cambio de la Constitución.

Y, en cualquier caso, es más que probable que muchos países europeos se opongan para no tener que hacer lo propio con otros idiomas como el sardo, el corso, o el napolitano por poner solo tres ejemplos más que claros.

Pero más allá de los costes y de las trabas legales, que los tienen, usar el idioma como arma arrojadiza no hace bien a nadie, y menos al catalán. El gran trabajo que hizo por el catalán al principio de su singladura TV3 ahora prácticamente ha desaparecido por su sectarismo y salvo algún grupo musical, casi todo el catalán oficial suena a artificial e impuesto.

Como consecuencia, el nivel de rechazo al catalán es más alto que nunca en grandes bolsas de población, porque se ve como lengua impuesta en muchos entornos. Según varias encuestas oficiales solo el 35% del alumnado habla en catalán con sus compañeros fuera de clase y el 57% no lo hace nunca o casi nunca. No llega al 30% de toda la población la que inicia una conversación en catalán. El problema del uso del catalán no se resuelve vía la regulación o la reglamentación y, menos aún, generando escenas grotescas en el Parlamento nacional o engordando la burocracia europea. Instagram o el reguetón, es decir, la calle, son los que mandan.

El denostado "fucking money man" de Rosalía ha hecho muchísimo más por el catalán que las argucias, en ocasiones infantiles, de los padres de nuestra patria.