Una habitación de hotel es muy cara, y más si uno solo la necesita un ratito, el suficiente para sacar el cuerpo de penas. Echar un casquete en el puesto de trabajo como hizo el revisor y su partenaire, sea la mejor alternativa, y más si uno trabaja en los ferrocarriles, que ya nos cantaba El Consorcio que al compás del chacachá, del chacachá del tren, qué gusto da viajar cuando se va en exprés. Cosa distinta sería que los amantes trabajaran en una panadería o en un tanatorio, ya que retozar entre baguettes o dentro de un ataúd debe de ser muy incómodo, aunque no exento de morbo. Una locomotora es un sitio que parece pensado para el amor, la imagen de un tren entrando en un túnel ha sido utilizada incluso por Hitchcock para simbolizar el acto sexual sin necesidad de ser explícito.
Espero que el probo funcionario de ferrocarriles no haya sido sancionado por estar a toda máquina en la máquina, qué mejor lugar para mostrar su potencia que en un artefacto capaz de arrastrar miles de toneladas. Si uno no cumple con la pareja en una máquina de tren, con toda la carga erótica y los kilovatios que esta conlleva, significa que está acabado, no hay sexólogo que pueda ayudarle. A quien habría que sancionar, en cambio, es al maquinista que convirtió el coito en interruptus al abrir de sopetón la puerta del habitáculo. Deberían enseñar en los cursos de formación de Renfe que antes de entrar a una locomotora hay que llamar a la puerta, y más si se oyen gemidos que poco tienen que ver con los de las ruedas sobre los raíles. No cuesta nada dar unos golpecitos suaves y susurrar algo así como “viajeros al tren”, que ya se van a dar los dos amantes por enterados y van a apresurarse a finalizar su cópula, aunque sea a alta velocidad. Encima, no contento con haber interrumpido lo que se intuía como un orgasmo de ancho europeo, el maquinista exigió que se limpiara y desinfectara todo el habitáculo, negándose a conducir lo que para él era un tálamo conyugal más que una locomotora. ¿A dónde han ido a parar aquellos maquinistas a los que no importaba quedar sucios de grasa y hollín con tal de que el convoy llegara a la hora?
Al final, claro, el tren salió con retraso porque hubo que buscar una locomotora que no hubiera vivido tanta pasión en su interior, lo que supuso el lógico enfado entre los viajeros afectados. Si Renfe hubiera explicado a los pasajeros el motivo de la demora, estoy seguro de que estos se habrían mostrado comprensivos. Una cosa es que el tren llegue con retraso por una avería en la catenaria o por un grupo de CDR que pretende llegar a la independencia cortando vías férreas, y otra es que unos amantes no hayan podido controlar su furor. Todos hemos padecido alguna vez un calentón y no están las cosas para dejar pasar oportunidades, que hay trenes que pasan solamente una vez. Incluso habrían recibido al impetuoso revisor con aplausos y gritos de torero, torero.
Los jueguecitos entre amantes son habituales, sirven para escapar de la rutina. Algunos simulan ser médico y paciente, otros prefieren ser profesor y alumna díscola. Un tren da también para esas cosas.
-He sido muy mala, señor revisor, he subido al tren sin billete. ¿Cómo me va a castigar?
Y a ver quién se resiste. Además, el riesgo aumenta el placer, y no me refiero al peligro de ser pillados en flagrante coyunda por el conductor, sino a que la chica le dé a la manivela pensando que lo que agarra no es una manivela --una confusión la puede tener cualquiera, y más en pleno ardor-- y arranque el tren, en un remake de El maquinista de la general.
En fin, nada nuevo sobre las vías, ya advierte El Consorcio en la misma canción del peligro de esos funcionarios que recorren los vagones: “Muy atento y muy cumplido el revisor, el billete me picó, declarándome que estaba muertecito por mi amor”.