La máquina de carbón chufla, con Turull, Rull, Albert Batet y Míriam Nogueras al compás del maquinista, Carles Puigdemont. Ellos tiran del terraplanismo de Waterloo, mientras otros dirigentes de JuntsxCat, los moderados exconsejeros de la Generalitat Victòria Alsina, Lourdes Ciuró, Violant Cervera y Jaume Giró, apoyados por alcaldes de ciudades como Igualada y Sant Cugat, tratan de refundar el pacto catalán de una nación sin estado, dispuesta a influir en la España plural.

El sottogoverno de Junts, en el primer mandato de Aragonès, evoca al Cambó de 1898 aupado por el regeneracionismo del general Polavieja. La escena del balcón del fin de siglo, entre la regenta María Cristina y aquel general de ultramar, se parece mucho al guiño de Ayuso a su tropa callejera, la noche del 23J, en Génova; ella, de rojo carmín, quiere asimilar a Vox en la Casa Grande de la derecha, y el actual aparato, de blanco impoluto, es la destemplanza.

La fracción gradualista de Junts quiere derrotar a los esencialistas, que nunca han aportado nada al bienestar de los catalanes; recupera la hora de Polavieja y Cambó dirigiéndose a las clases medias y a la pequeña empresa, sin advertir de que su lenguaje engendra supersticiones. Junts trata de medir su futuro sobre la mesocracia, afectada por el déficit fiscal, que impide a la Generalitat hacer política industrial volcando fondos públicos. Sin embargo, la lenta marcha de la economía catalana se debe a la ausencia de diálogo entre la política y la gran empresa –Seat, Naturgy, Werfen Group, Almirall, Grup la Caixa y Agrolimen, entre otras—, el auténtico motor de la imprescindible industria auxiliar. Y también ahí ganan los moderados, si son capaces de recuperar el diálogo con las empresas a través del Cercle d’Economia y del Círculo de Empresarios de Madrid, puente caído entre los Blue Chips y el PSOE. El noble arte del lobi es lo primero que se abandona cuando faltan la confianza y la seguridad regulatoria.   

La frontalidad de Puigdemont no conduce a nada. La radicalidad de la ideología es un parásito que se te come las entrañas en contacto con la praxis. Por más elocuente que sea un líder, si se aleja del consenso, se autodestruye. Los votantes catalanistas esperan el pacto de investidura con Sánchez, nacido del 23J; y pensemos además que los moderados de Junts no estarían ahora tan lejos del PP si Núñez Feijóo hubiese sido capaz de renunciar a Vox.

Cánovas del Castillo, entroncado por los Espinosa de los Monteros, un gentilicio que hoy suena a la despedida de Iván, mandaba el día de la escena del balcón de María Cristina. Pero llegó Sagasta y soltó aquello de “España está entre la guerra y el deshonor”. Poco después, la armada norteamericana hundió al Maine frente al malecón de La Habana. Polavieja presentó su versión regeneracionista, pero dictó la orden de fusilar a José Rizal, líder de la independencia de Filipinas, el 30 de diciembre de 1896. Un magnicidio.

La fe bipartidista encabestra la política, como lo hizo en la época del turnismo. Ahora, PP y PSOE, los partidos dinásticos del siglo XXI, se pelean por presentarle a Felipe VI una correlación de fuerzas ganadora en el Congreso. El PSOE y Sumar tienen más capacidad de negociación que el tíquet PP-Vox. Ahí entra en juego Junts, pero frente al rencor no valen hipótesis, las redes en las que solo pesca el que las lanza, es decir, Puigdemont.

El ala dura de Junts recuerda que no le debe nada al PSOE; además, argumenta que no ha habido pactos provechosos en las diputaciones catanas y sí lo ha habido en Euskadi, donde los socialistas respaldaron, en su día, a Iñigo Urkullu. No podemos comparar las diputaciones catalanas con las diputaciones forales vascas ¡que gestionan los impuestos y su recaudación! ¿O es que volvemos a Pujol?, recauda tú, papá Estado, que yo me lo gastaré.