Pese a haber ganado de forma indiscutible las elecciones generales del pasado 23 de julio, el PP ha sufrido un revés notable que casi con total seguridad le va a impedir gobernar. De muy poco va a servir que el partido conservador haya pasado de 89 a 136 escaños, cosechando en las urnas el 33,05% de las papeletas, un total de 8.091.840 votos —330.870 más que los obtenidos por el PSOE—, ni tampoco supone ayuda alguna, más allá del mero consuelo, tener mayoría en la Cámara Alta, en el Senado. Un análisis pormenorizado de lo ocurrido convierte el triunfo de Alberto Núñez Feijóo en una victoria pírrica. Y es que el político gallego y la cúpula de asesores y barones que le rodean han cometido numerosos errores de cálculo.

El primero de esos errores, y el más perdonable, porque ningún partido sabría sustraerse a semejante tentación, es el haber efectuado una lectura triunfalista de los resultados de las elecciones municipales y autonómicas, celebradas el 28 de mayo, que asolaron el campo de la izquierda y de la extrema izquierda y cambiaron el color del mapa político del país. A la derecha le resultó imposible evitar la tentación de leer el veredicto de las urnas en clave plebiscitaria. Interpretaron que España estaba diciendo basta y que hasta aquí podíamos llegar ante los muchos desmanes perpetrados por Pedro Sánchez. Todo apuntaba a un cambio de ciclo.

Durante las semanas que mediaron entre unos comicios y otros, el segundo error fue creer a pies juntillas que el paseo iba a ser triunfal. Todo apuntaba en ese sentido. Todo parecía estar al alcance de la mano. Así lo rubricaron, a todas horas, prestigiosos periodistas, locutores y presentadores de radio y televisión, tertulianos, politólogos y un amplio abanico de sondeos demoscópicos que situaban al PP al borde de la mayoría absoluta, rondando los 155 escaños o más. ¡Ergo... campanas al vuelo! Empezando por aquellas que tañen desde lo alto del principal campanario de distorsión mediática de nuestros días: las nefastas y perniciosas redes sociales; un corral de gallinas cluecas que cacarean sin medida y lo inundan todo de bravatas, burlas, memes, borrachera anticipada y tuits ingeniosos, mofándose de una Yolanda Díaz más cuqui que Margot Robbie en Barbie, plancha que te plancharás; de un Pedro Sánchez declarando que a él fregar platos le relaja casi más que echar un casquete; o de un José Luis Rodríguez Zapatero —que se ha pateado media España haciendo campaña por Sánchez— disertando cual alelado filósofo cuántico sobre la infinitud del infinito. Quizá los asesores de Feijóo deberían haberle aconsejado colgar, a su vez, algún vídeo simpático, humano, recogiendo percebes o almejas en A Costa da Morte, o cocinando un pulpo a feira para los abuelos de esa aldea que le vio crecer. Vender la piel del oso antes de cazarlo y la euforia reinante originó los errores restantes, los peores...

El tercero de ellos fue básicamente el creer que ante una batalla que parecía ganada de antemano el rey no debía exponerse bajando a la arena, al fragor de la contienda. Núñez Feijóo optó, durante la campaña, por aislarse en su torre de marfil. Apenas concedió dos o tres entrevistas cómodas, con final feliz asegurado, y el consabido debate cara a cara con Sánchez, que ciertamente ganó, pero más por la pérdida de papeles de un Sánchez destemplado —al que su demonio interior traicionó— que por un ejercicio de dialéctica brillante por su parte. Además de meter el dedo en las muchas llagas del adversario, lo que procedía era desplegar sobre la mesa una extensa batería de proyectos, leyes e iniciativas atractivas capaces de mejorar nuestro Estado del bienestar —educación, cultura, sanidad, ayudas, impuestos—, política territorial y política exterior. Y muy poco hubo de eso.

Firmar cual gentleman del fair play político —ante las cámaras y ante un Sánchez que ni sabe ni sabrá jamás qué significa eso de jugar limpio— un documento cuya única cláusula venía a garantizar la abstención en la investidura del candidato más votado, puede entenderse como un acto elegante y noble, propio del que sintiéndose vencedor no descarta el fatum del destino y la derrota; una estrategia efectista destinada a retratar la intención aviesa del adversario. Pero ese gesto, visto en perspectiva, puede considerarse el cuarto error de Feijóo, tal y como se pudo comprobar en los siguientes días.

Al votante de derechas le invadió auténtico estupor cuando escuchó decir al presidente del PP, y no una sino varias veces, que lo primero que haría en caso de ganar las elecciones sería llamar a la puerta del PSOE en busca de un pacto de estabilidad; oírle repetir que él apelaba al voto útil —de Ciudadanos, de Vox, del PSOE, viniera de quien viniera...— para gobernar sin ataduras; recalcar que en su Gobierno no cabían ministros de Vox; o que el partido de Santiago Abascal era la última opción que contemplaba... ¿Era consciente cuando decía eso de que estigmatizando, demonizando a Vox, no sólo refrendaba la furibunda campaña mediática de la izquierda y la extrema izquierda contra su socio natural —integrado por tres millones de peperos cabreados—, sino que, además, ponía en peligro alcanzar una mayoría absoluta en las urnas?

Frases como “Tengo la esperanza de que el PSOE evitará que pactemos con Vox” o “Vox no es un buen socio, me siento más cercano a (García) Page; si necesito 20 escaños voy a hablar con el PSOE” deberían enmarcarse y colgarse en el hall de los horrores del márketing electoral. Quizás en su ingenuidad, o bobaliconería, pensaba que el haber facilitado al PSC la alcaldía de Barcelona o al PNV la de Durango sería entendido en el ámbito político actual como un acto de generosidad del que todos los partidos son capaces. Menudo caballero andante...

El resultado de esa concatenación de errores ya lo conocen. El haberse sumado a la vocinglera de la izquierda extrema de que viene el lobo, y su apelación a un voto que sólo sería útil de ser ingresado en la cuenta corriente del PP, logró que Vox perdiera casi 600.000 votos y 19 escaños. Si estudian los resultados electorales verán que a Feijóo le han sobrado decenas y decenas de miles, toneladas de votos, que no han recolectado acta, y que de ir a parar a Vox hubieran asegurado la cacareada mayoría absoluta. No se equivocaban los sondeos, se equivocó por completo Alberto Núñez Feijóo.

¿Y ahora qué? Pues ahora nada, porque no hay nada que hacer. Feijóo no presidirá el Gobierno de España, para mayor desazón de millones y millones de fascistas, porque más allá del voto de Coalición Canaria y de UPN no hay nada que echar al saco que mueva el fiel de la balanza. Desde el PNV, la última esperanza de los populares, su presidente, Andoni Ortuzar, se apresuró a cortar de raíz cualquier expectativa en ese sentido, que él con batallar con Bildu por la hegemonía del nacionalismo vasco ya tiene suficiente, y además Sánchez paga más y mejor.

Como tampoco hay esperanza de que pueda prosperar un Pacto de Estado con el PSOE —porque esas cosas sólo se dan en democracias avanzadas, inteligentes, en tiempos turbulentos—, lo único que puede hacer Feijóo cuando Felipe VI le llame a consulta, dispuesto a encomendar la tarea de formar gobierno, es decirle: “Majestad, le agradezco el alto honor que me brinda, pero no puedo aceptarlo, porque habiendo ganado las elecciones no deseo escenificar una derrota anunciada; así que permítame pasar el testigo al segundo candidato más votado, que es infinitamente más experto que yo zurciendo cadáveres. Y usted ponga el reloj electoral en marcha”.

Y eso es lo que hay. Y no hay más. Shame on you, Pedro Sánchez...! Y ánimo, que las costuras del tejido jurídico, político y social de este atribulado país lo aguantan casi todo. Incluyendo cambalaches, chantajes, coacciones, amnistías y referendos de autodeterminación. Pídele a Conde-Pumpido que te lo afine y que con tu pan te lo comas.