En los próximos años, se va a jubilar la llamada generación de baby boomers, periodo que va de 1958 a 1975, y que se corresponde con la tasa de natalidad más alta de nuestra historia. La progresiva apertura de la autarquía, el deseo de modernización y el fuerte crecimiento económico fueron los vectores principales de aquella etapa.

Según datos de las proyecciones demográficas del INE, entre el 2023 y el 2050, la población de más de 65 años aumentará en más de seis millones de personas, con los correspondientes costes económicos para el sistema público de pensiones subyacente. A nadie se le escapa que el capítulo de jubilaciones va acompañado de perspectivas demográficas de baja natalidad, produciendo una falta de mano de obra de remplazo, imposibilidad de mantener una clase pasiva tan amplia y generando una necesidad de gente que venga a trabajar a nuestro país.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Las razones son muchas y variadas. La economía es una de las principales, teniendo en cuenta que somos un país que no ha incentivado políticas de natalidad efectivas y sostenidas. Tener hijos tiene un gran coste económico y social, del que a menudo no hemos sido conscientes, y todo indica que vamos tarde para invertir las tendencias demográficas.

A las políticas de natalidad toca sumar políticas migratorias inexistentes o planteadas desde un punto de vista únicamente de remplazo de mano de obra para aquellos trabajos de servicios y agrarios que no se cubren con la mano de obra existente en el país, bien por falta de incentivos o por ser trabajos de muy baja retribución salarial.

Las personas que llegan y cubren estos puestos de trabajo pertenecen a otros países y culturas, generando un reto social, económico y cultural inmenso. Podemos plantear propuestas de integración social, pero son difíciles de implementar y necesitan tiempo y dinero. Sin embargo, las tentaciones excluyentes son más fáciles de crear y expandirse.

La situación económica difícil que estamos viviendo –precariedad laboral, sueldos mileuristas, inflación, costes de vivienda elevadísimos, nuevas realidades laborales afectadas por la revolución tecnológica…— genera un caldo de cultivo idóneo para proyectar todos los problemas hacia un enemigo, en este caso “el de fuera, el que no es como nosotros”.

España, Cataluña también, está viviendo, al igual que otras zonas del planeta, el miedo al otro. Los miedos a las razas, religiones, lenguas y/o tecnologías están reapareciendo. Cataluña también ha abierto, en clave local, su pequeña franquicia de exclusividad: “Cataluña, solo para los de aquí”. Corremos el peligro de olvidar, de perder toda una tradición de integración social y cultural. Tenemos mucha gente cuyos padres nacieron en el extranjero, pero sus hijos nacieron aquí y viven y participan de nuestra cultura y tradiciones con normalidad. Hemos sido a lo largo de toda nuestra historia fundamentalmente un pueblo de acogida. Nuestra tradición marinera y comerciante nos ha ayudado. Por nuestro país han pasado casi todas las civilizaciones del Mediterráneo.

Cuando hablamos del futuro de nuestras ciudades, de Cataluña, dejemos la grandilocuencia y asumamos que este país ha cambiado muchísimo. Los máximos responsables institucionales del Reino Unido y Londres son de origen de otros países y culturas. Aquí, en Cataluña, esta realidad aún nos da miedo, pero más pronto que tarde la tendremos. Las proyecciones demográficas pueden generar relatos de que estamos perdiendo la identidad. Francia vive sumida en ese debate. No olvidemos que la integración lingüística no genera automáticamente una integración social, económica y cultural.

¿Tenemos miedo a perder qué? ¿Una identidad que es hija de la mezcla? Llevamos más de 2.000 años de mezcla, pero periódicamente el miedo y el odio recuperan espacio. Si en los últimos 40 años hemos transformado todo el territorio es por nuestra actitud abierta. Sin embargo, hoy la guadaña de la venganza renace cual ave fénix. No miremos hacia otra parte. Los discursos políticamente correctos generan bienestar a los oídos, pero no serenan los cuerpos de muchas personas. Afrontemos sin tapujos las diferencias, seamos honestos con nosotros mismos. No ignoremos la semilla racial que se ha implantado en algún territorio de nuestro país. Los calificativos fáciles no resuelven la complejidad y la extraordinaria dificultad que tenemos. O ponemos sosiego o ponemos gasolina. Las jubilaciones, los retos de la inmigración y plantearnos nuestras identidades sociales y culturales pueden parecer temas independientes, pero delgados hilos rojos los unen más de lo que pensamos.

El peligro está en esconder el debate, ¿podemos retrasar algunas jubilaciones?, ¿cuántos inmigrantes con todos los derechos y deberes necesitamos y podemos acoger? Necesitamos abrir la puerta a este debate sin apriorismos xenófobos: ¿en qué condiciones?, ¿para hacer qué?, y ¿cuántos? Es el gran debate de Europa, España y también en Cataluña.