La ciudadana canadiense Erika LaBrie, de nombre de casada “Erika La Tour Eiffel”, acaba de divorciarse de su marido, la torre Eiffel, con la que contrajo matrimonio en una ceremonia que algunos podrían considerar como “bufa” pero que para ella era muy seria, en el año 2007. Vemos en la Red a Erika paseando por la Torre, acariciando sus metálicas superficies, besando un perno, andando por sus altas terrazas sacudidas por los vientos del norte, la mar de contenta. Estaba realmente enamorada.

Durante todos estos años la famosa construcción que define de forma inconfundible el perfil de París no le ha dado motivo de queja, no ha sido un mal esposo. Nunca la ha engañado con otra. Nunca se ha ido de casa dando un portazo para regresar a la mañana siguiente apestando a alcohol y farfullando “no volverá a pasar”. Todo lo contario. La torre ha estado siempre allí, perfectamente localizable, firme e igual a sí misma. ¿Qué mejor marido se puede pedir?

Pero entonces, ¿por qué Erika se divorcia?

El tiempo pasa, la gente cambia. Y Erika ha encontrado en un jardín público de Montreal un nuevo amor: una cerca pintada de rojo que le parece deliciosa y que le tiene robado el corazón.

Erika, deportista profesional, arquera de competición, parece que no es la única persona que padece esa curiosa parafilia que se llama “objetofilia”. En un artículo de Alba Ramos daba en El Español se incluye una larga lista de personas que en estos últimos años han hecho público su amor incondicional por determinados objetos, edificios, monumentos, etc, con los que se han casado, siempre en ceremonias extraoficiales. Una chica se prendó el muro de Berlín, otra de las torres Gemelas, un chico se enamoró de un lindo cenicero de ópalo, etc…

Desde luego se trata de una desviación, perversión, o degeneración del instinto erótico, que cuando es “sano” se centra en el cuerpo de otro ser humano –un varón o una hembra--, y no en una cosa, no en un objeto al que el amor dota de una dimensión trascendente que en realidad no es sino el reflejo del anhelo del amante.

Pero ¿son también unos desviados los coleccionistas, por ejemplo de sellos, o de libros antiguos, o de obras de arte, que son el substituto de las efigies religiosas en las que tantos anhelos se cifraban y todavía se cifran? Se pagan fortunas por un óleo inanimado pero, eso sí, firmado “Van Gogh”. La naturaleza “artística” de esos objetos parece sólo una excusa para entregarse al vicio de la objetofilia. Puro fetichismo, y el comprador a veces quiere ser enterrado con ese objeto de sus anhelos, como el empresario japonés Ryoei Saito que a finales del siglo XX quiso llevarse la tumba El misterio del doctor Gachet, de Van Gogh.

Pues bien, ¿no es más moderno, más abstracto, más reducido a su núcleo, adorar (enamorarse, casarse con) determinadas obras de ingeniería igualmente admirables, como un airoso viaducto, una mina, un embalse, o, más modestamente, con esa humilde tapia roja que le ha robado el corazón a Erika Eiffel hasta el extremo de divorciarse de la famosa torre? También Cristiano Ronaldo estaba casado con una modelo rusa monumental, pero por los motivos que fuese prefirió a una dependienta de Zara pequeñita y pizpireta con la que está felizmente casado. No hay objeto ni ser desdeñable cuando lo nimba la luz dorada del amor.

Sobre gustos no hay disputas, y si a ti te gusta una tapia, os deseo la felicidad a los dos. ¿Tú piensas que está muy bien hecha, que es perfecta, que sus formas y proyecciones son muy elocuentes, que quieres estar vinculad@ a ella para siempre? Muy bien, cásate y ríase la gente.

De hecho, yo mismo veo esos tablones y travesaños tan bien perfilados, esos ángulos, esos planos satinados de la madera bien pulida, ese rojo intenso, todos esos atributos de la cerca que han seducido a Erika La Tour Eiffel, y siento el germen de una admiración como ante un cuadro geométrico de Palazuelo o de Mondrian, pero que además tuviera una utilidad práctica que le brindase honestidad y modestia.

Al fin y al cabo enamorarse de las cosas será pueril y hasta enfermizo, pero en el fondo es enamorarse del mundo, que no está hecho de ideas, sino de cosas. De cosas amorosas.