Escribo estas líneas cuando todavía faltan tres días para la verbena de San Juan, pero estoy convencida de que hoy me habré despertado a las siete y media de la mañana —cortesía de mi hijo —y sin apenas resaca. Una pena. Aunque nunca he sido muy fiestera, la verbena de San Juan siempre ha sido una de esas noches en las que me gusta salir hasta las tantas y pasarlo bien.
Una de las mejores verbenas que recuerdo fue la que inauguró el verano de 1997, el año que terminé el COU y la Selectividad, y que las Spice Girls lanzaron su mítico Wannabe. Ese verano también salieron otros hits pegadizos como el Uh La La La (Alexia), I’ll Be Missing You, de Puff Daddy, o Come Into My Life, de Gala, que todavía escucho de vez en cuando para bailar sola por casa o para no dormirme en la autopista.
Sin embargo, la canción que yo vincularé para siempre al San Juan de 1997 en el chiringuito de mi aburrido pueblo del Maresme fue Hace Calor (‘Mucho Mejor’) de Andrés Calamaro: cuando empezaron a sonar las primeras notas, Juan N, el mejor amigo del hermano mayor de mi amiga Carol, de quien estábamos todas enamoradas y no perdíamos de vista por nada del mundo, me sacó a bailar.
Obviamente, no hicimos nada más que bailar —yo llevaba una buena cogorza y por aquel entonces no era la sex symbol que soy ahora —pero me quedé tan contenta que me sobró energía para seguir bailando en la arena hasta ver el amanecer e ir andando a desayunar a una cafetería del centro de Vilassar. Después volvimos a casa de los padres de Carol para intentar dormir hasta la hora de comer. Misión difícil, porque dormíamos en una especie de altillo donde a partir de las once hacía un calor de narices.
Han pasado ya 26 años de ese fabuloso verano que empezó bailando arrimada a Juan y terminó sin haber hecho nada de provecho, a parte de bailar en todas las discotecas de Mataró y poner a prueba mi hígado, pero los recuerdos acuden a mi mente como si fuera ayer. Los cubatas en el bar frente al campo de futbol (lo habitual eran que cayeran tres cubatas de whisky con coca cola, dos en el bar y uno en la discoteca), las coreografías de la clase de aerobic subida al podio de Nivell 2, el olor apestoso del matadero de aves de la esquina, las vomitonas en el baño después de un chupito imprevisto.
Carol y yo volvíamos a Vilassar en el autobús de línea o alguna vez en taxi, como la madrugada que murió Lady Di. 31 de agosto de 1997. Sentadas en el asiento trasero, los oídos aún retumbando, tratábamos de procesar lo que oíamos por la radio del taxi. “¡Se ha muerto Lady Di! ¡Qué fuerte!, ¿Se ha muerto Lady Di!”, repetíamos como loros, intentando contener la risa. En cuestión de segundos la conversación debió volver a Juan y a sus amigos guapos, que volvían a no hacernos ni pito caso. Pero nos daba igual. Lo importante era que al cabo de tres semanas empezábamos la universidad, y nos íbamos a comer el mundo y a encontrar un novio guapo. “Mi corazón, mi corazón, es un músculo sano pero necesita acción. Dáme paz y dáme guerra, y un dulce colocón, y yo te entregaré lo mejor...”.
Carol acabó encontrando novio formal mucho antes que yo, un chico de la pandilla que estudiaba Empresariales y conducía un Peugeot 206 plateado que le había comprado su padre. Aunque seguimos saliendo de fiesta juntas mucho tiempo más, regresábamos a casa separadas, ella en el Peugeot de su novio y yo en el abollado Clio Mecano de mi madre, y ya nada volvió a ser lo mismo.