La ultraderecha se halla presente en todos los países europeos con mayor o menor peso, instalada o no en las instituciones. En algunos Gobiernos centrales y locales es socio minoritario o paritario de la derecha; en Italia es el partido hegemónico de un Gobierno de coalición de derechas.
¿Es imparable el ascenso de la ultraderecha?
Durante un tiempo funcionó lo que ha venido en llamarse “cinturón sanitario”. Todos los partidos, incluidos los de la derecha conservadora, se concertaron para que la ultraderecha no entrara en las instituciones.
Esa estrategia quebró o está haciendo agua donde todavía se sostiene como en Francia o en Alemania. Aquí, el PP abrió generosamente las puertas autonómicas y municipales a Vox y, si las circunstancias son propicias, le abrirá las puertas del Gobierno de España, y más ahora después de los resultados de Vox el 28M.
Los avances políticos e institucionales de la ultraderecha son la consecuencia de previos avances electorales; avanzan porque los votan y al aumentar el número de diputados y concejales resultan imprescindibles a la derecha conservadora para gobernar, tanto más cuanto que una parte de su voto procede de esa derecha.
Antes de que sea demasiado tarde, si se quiere combatir a la ultraderecha, habría que revisar qué está fallando para que haya llegado tan lejos y esté tan cerca del poder, sin olvidar las causas sociales que explicarían sus avances.
En primer lugar, el “cinturón sanitario” es una contradicción en sociedades abiertas, de democracia liberal y marcadamente constitucionalizadas.
Un partido de ultraderecha, si su práctica política no desborda el marco constitucional, tiene exactamente la misma legitimidad jurídica y los mismos derechos que cualquier otro partido del espectro democrático. Otra cosa es la valoración ética de sus ideas, el acierto político de sus propuestas, la calidad democrática de sus intenciones.
Si vulnera la Constitución, será ilegalizado y los miembros del partido responsables de actos delictivos serán procesados; mientras eso no ocurra, forma parte del sistema democrático y, según la Constitución Española (artículo 6), como partido concurre “a la formación y manifestación de la voluntad popular” y es “instrumento fundamental para la participación política”.
Olvidar esos principios democráticos ha hecho que la ultraderecha pudiera presentase como víctima de una discriminación injusta e hipócrita, aumentando así su atractivo.
En segundo lugar, el “cinturón sanitario” crea una falsa seguridad, es una suerte de “línea Maginot” tras la cual no habría que hacer nada, porque “no pasarán”. Craso error.
Josep Ramoneda, uno de los “popes intelectuales” de una cierta izquierda, en un artículo de opinión, ¿Cómo combatir a la extrema derecha? (El País, 03.12.2021), dogmatizó ese error: “No hay que responderle directamente”, o sea, habría que retirarse a una “línea Maginot” mental. Eso no es un combate, es una claudicación ideológica y una rendición política anticipada.
La ultraderecha está ganando la batalla cultural, no por la solidez de sus argumentos, sino por incomparecencia del contrario.
Quien calla otorga, al menos, la razón. Es lo que ven los nuevos votantes de la ultraderecha: “Si nadie los contradice, deben tener razón, votémosles pues”.
Cuando un portavoz parlamentario de Vox sostiene que los inmigrantes, principalmente los procedentes de países de religión musulmana, copan las listas de delincuentes, de violadores incluso, o afirma con rotundidad que el cambio climático no existe, y nadie lo contradice directamente con datos que muestren la falacia de sus propósitos, entonces habrá ganado una batalla cultural notable.
¿Desde cuándo responder a un mentiroso es favorecerlo? El tosco argumento de que debatir con la extrema derecha es publicitar sus tesis, incluso contagiarse de ellas, es una alfombra roja para su acceso al poder.
Despachar a la ultraderecha con el calificativo de fascista es pretender encajar el presente en nichos del pasado. El calificativo puede reconfortar por lo que tiene de despreciativo, pero es engañoso pese a sus coincidencias con el fascismo, y, sobre todo, impide conocer el fenómeno de la ultraderecha, muy de nuestro tiempo. La derrota es segura si se desconoce el adversario.
Ramoneda enmienda algo su error cuando dice que “hay que apostar por lo que ella niega: los derechos individuales, el feminismo, el respeto del otro, el ecologismo, la libertad de educación y un largo etc.”. Ese largo etcétera tiene que incluir la exigencia de que se posicionen en lo social: qué sistema de pensiones proponen, qué salario mínimo interprofesional, qué impuestos a las grandes fortunas, qué sanidad pública… y así sucesivamente. El qué y el porqué de todo, sin soltar dialécticamente la presa.
Carentes de argumentos sólidos no resistirán un combate con datos, tendrán que salir del confort de la demagogia.
El “cinturón sanitario” ya les va bien, su primitiva función se ha invertido, ahora los protege.