Si un ciudadano entra en una tienda y le atienden de forma que considera inadecuada tiene una fácil solución: irse a la tienda de al lado. Pero eso es algo que no cabe cuando acude a la oficina de alguna de las Administraciones públicas pues, prácticamente todas, se han convertido en la antesala del infierno. Allí se encontrará a un empleado, generalmente subcontratado con una empresa privada de seguridad, que le impedirá el paso abruptamente si no tiene cita. Un invento que llegó con la pandemia y que se ha quedado, convertido en un telón de acero contra la ciudadanía. Una ciudadanía cuyos derechos son pisoteados por quienes, en principio, deberían estar para servirles. Y los gobiernos (todos: Administración central del Estado, autonomías y municipios) haciendo oídos sordos a lo que empieza a ser una queja generalizada.

Un reciente informe señala que los empleados de oficinas de atención al público que teletrabajan ascienden al 42%, frente al 12% del sector privado. Alguien está haciendo mal las cosas y parece correcto pensar que no son los empresarios, que se juegan su dinero, sino los representantes políticos que juegan con el dinero del contribuyente. Está claro que hay muchos funcionarios y todos ellos votan, de modo que no se les quiere incordiar en este maratón de convocatorias electorales. Hay menos inconveniente en jorobar al ciudadano. Total, ya está acostumbrado. Es una tontería: el sindicato mayoritario en las Administraciones públicas es el CSIC. Muy a la izquierda no está. Más o menos como la principal asociación de los jueces, un submarino del PP. Aunque es posible que algunos de ellos voten ahora a Vox.

Las Administraciones públicas no deberían permitir el teletrabajo si ello supone la pérdida de derechos de la ciudadanía. Empezando por el derecho a no tener ordenador ni fibra óptica.

Y lo más grave es que ni siquiera teniendo el chisme de marras se garantiza la atención de los servidores públicos. Puede perfectamente ocurrir que la primera fecha que se ofrezca para la cita sea semanas e incluso meses después del intento de solicitarla. Eso si no ocurre como a un pobre contribuyente que necesitó disponer de la firma digital para poder operar online. Tras no pocos empeños logró dar con la tecla que lo habilitaba para ello. Y de inmediato descubrió que, después de todos los esfuerzos, necesitaba acudir a una oficina física para la penúltima gestión. Eso sí, se le advertía ya de que algunas exigen cita. Tras buscar una que no la pidiera, se presentó allí para encontrarse con que también la pedían. “Pero en la web no lo dice”, pretendió explicar el hombre. “Es que nos hemos olvidado de ponerlo”, respondió la funcionaria que, en este caso, no teletrabajaba, aunque tampoco parecía empeñada en un trabajo presencial.

La cosa llega al paroxismo cuando el trámite es obligatorio: renovar el DNI o el pasaporte. En la oficina de la plaza de Espanya de Barcelona hay un cartel que pone que no se atiende por hora de llegada, sino por la hora de la cita. No dice nada de los retrasos sobre esa hora que pueden superar fácilmente los 30 minutos. La mayoría de funcionarios no para, de modo que todo apunta a una mala organización o a falta de personal o a las dos cosas.

Luego están las dificultades para una cosa tan aparentemente simple como pedir hora en el médico. Por teléfono, casi imposible. Al otro lado hay por norma una maquinita que ni atiende ni desatiende. Se puede pedir cita online, a condición de conformarse con obtenerla a semanas vista. ¡Querer ver a tu médico! ¡Vaya tontería! ¿Para qué están las mutuas privadas? ¿O acaso cree alguien que Artur Mas nombró consejero de la cosa sanitaria a Boi Ruiz, representante de la medicina privada, para mejorar la sanidad pública? Se le puede preguntar a Xavier Trias, que sabe bastante de eso. A ver qué opina, aunque igual se calla, como con lo de Laura Borràs.

Con la pandemia, la derecha vio la puerta abierta para dar la estocada a la atención sanitaria universal. Hoy pedir una cita en un consultorio es tan difícil como hacer el camino de Santiago con garbanzos crudos en las botas. Y más doloroso, porque muchas veces la dilación en el servicio comporta consecuencias de extrema gravedad.

Y es que, en sanidad, la cita mata más que el Covid. Y vale la pena pensar en quiénes son los responsables de la desatención ciudadana. Algunos se presentan a las elecciones.