En diciembre de 2017, apareció la noticia de que Donald Trump bebía unas 12 cocacolas light diarias. Como aficionada a la Coca-Cola que soy, reconozco que la noticia me reconfortó. A sus 76 años, Trump sigue siendo un hombre lleno de energía, me repito cada vez que me toca compartir mesa con algún talibán de la comida “saludable”, lo que ocurre con elevada frecuencia.
El sábado pasado, por ejemplo, mi padre preparó una fideuá espléndida. Una de mis primas —treinta y pocos, profesora de yoga— se limitó a comer ensalada de tomate y aguacate alegando que no tenía hambre, pero en realidad lo que evitaba era comer fideos (los hidratos de carbono se convierten en azúcar), pescado (dieta vegetariana) y, por supuesto, dulces. Apenas probó el pastel de cumpleaños, y a la hora de tomar café pidió si había estevia, un edulcorante sin azúcar “hecho a partir de una planta”, no como los otros, “que son lo peor”, me aclaró mi prima.
Desafortunadamente para ella, en la despensa de mis padres no hay estevia, solo azúcar moreno o blanco, que usamos de vez en cuando para hacer pasteles y bizcochos (en la familia no hay nadie obeso o diabético, así que no sustituimos el azúcar por plátanos maduros o moniato, o lo que sea que esté de moda entre los talibanes del azúcar). También hay un montón de cajas de galletas digestive “sin azúcar” cargadas de un edulcorante artificial llamado melitol, y que a mí me gusta tomar con mermelada y mantequilla para desayunar. “¡Melitol!, ¡horror!”, debió pensar mi prima cuando se lo dije. ¿Desarrollaré alguna enfermedad por culpa del melitol? ¿Envejeceré mal? ¿Engordaré? ¿Son este tipo de preguntas las que se hace mi prima ante un plato de fideuá o unas galletas?
Admito que yo también intento comer más o menos sano, sobre todo reducir los ultraprocesados, aunque procuro no obsesionarme. “La vida es demasiado dura como para negarle a mi hijo unos donettes”, le dije una vez a una amiga medio en broma. Siempre me lo recuerda. Los donettes llevan aceite de palma y no sé cuántos ingredientes impronunciables más. Quizás sea una mala madre, pienso cuando veo a mi hijo de 2 años chupar la cobertura de chocolate, pero enseguida se me pasa: esa noche para cenar le daré verdura.
Sin duda, también tengo mis manías (no me gustan ni el ajo ni las sardinas, y el queso fundido y los fritos me sientan mal por la noche), y soy capaz de devolver un plato de guacamole al camarero si se han atrevido a añadirle ajo. Aun así, hago esfuerzos por no ser como mi prima y toda esta gente guapa, sana, delgada esclavizada a una forma de comer.
Entre los veganos, los que no comen gluten, los que han dejado el azúcar, y los que tienen terror a engordar, apenas me queda nadie para ir a cenar una pizza y beberme una o dos copas de vino. Son los nuevos yoguis: la alimentación es su religión. Quién sabe. Quizás controlando lo que comen se sienten más realizados, más fuertes y seguros para luchar contra la incertidumbre, o imaginan que se librarán de envejecer y morir.