En pocos días, el Gobierno ha anunciado dos nuevas medidas regulatorias de la actividad financiera. De una parte, ya se ha aprobado la creación de la nueva autoridad independiente de defensa del cliente financiero y, de otra, se prevé hacerlo en junio con el derecho al olvido oncológico. Dos iniciativas cargadas de sentido que, confiemos, se elaboren y desarrollen de manera eficiente, lejos de chapuzas de otras leyes recientes.

Así, la nueva autoridad se dirige a los colectivos más indefensos, pretendiendo ampararles en el supuesto de malas prácticas de directivos o empleados bancarios y, a su vez, procurando garantizar la inclusión financiera de personas mayores, discapacitadas y vulnerables. Por su parte, el olvido oncológico pretende acabar con la pesadilla de personas que, tras la desgracia de haber padecido un cáncer y habiéndolo superado, se encuentran con dificultades añadidas, cuando no insalvables, para acceder a una hipoteca, aún con la garantía del inmueble a adquirir.

Aunque el sentido de la nueva legislación parece incuestionable, se alzarán voces en su contra, muchas de ellas cargando contra un exceso de regulación. Ante dichas críticas, tres consideraciones. En primer lugar, no puede obviarse el carácter de servicio público esencial del sistema financiero, pues resulta imposible moverse con naturalidad por este mundo sin disponer de una cuenta bancaria. A su vez, no podemos minusvalorar el enorme desequilibrio entre toda una entidad financiera y un cliente, especialmente si se trata de una persona vulnerable. Por todo ello, resulta indispensable la detallada regulación pública de una actividad tan fundamental.

Pero, además, muchos de los que se quejan tan sistemáticamente del exceso de regulación, son personas que sobresalen en el mundo financiero, digital o de concesiones. A ellos cabría preguntarles ¿En qué se fundamenta su actividad y sus ganancias? La respuesta es bien sencilla: en una, a menudo, abundante y compleja regulación. Bienvenidas sean ambas leyes.