Es difícil encontrar un taxista, un comerciante, un empresario o un hotelero que no hable mal de la situación actual de Barcelona. Más sucia, más insegura, menos atractiva, paraíso de okupas y antisistema, un infierno para conductores y peatones. Barcelona se ha convertido en una ciudad decadente que vive de un pasado que ya no existe. Pero no podemos olvidar que el partido de la actual alcaldesa fue el segundo más votado hace cuatro años, con cerca del 21% de los votos emitidos, en unas elecciones con una participación bastante correcta, el 67%.

La alcaldesa mantuvo su cargo por un pacto entre partidos que la prefirieron a ella en su esquiva equidistancia a que Barcelona cayese en las garras del independentismo. Hablamos de 2019, todavía con las heridas calientes del procés, con una sociedad dividida y con unas elecciones celebradas mientras tenía lugar el juicio a los responsables de los hechos de otoño de 2017.

Cuatro años después estamos de nuevo llamados a las urnas para elegir no solo un alcalde, sino, sobre todo, un modelo de ciudad. Si nos creemos todo lo que se dice en campaña, Colau y los suyos quieren que las bicicletas circulen por las rondas, cerrar a los coches las grandes arterias de la ciudad, desde Aragó a Balmes, seguir siendo tolerantes con la ocupación y poner más y más trabas al turismo. Su programa es claro, quiere impulsar el decrecimiento, cuanto menos tengamos, cuanto más insignificantes seamos, cuanto menos atractivos seamos, mejor. Esa es su ideología, no lo oculta. Quien quiera ese modelo de ciudad que la vote, está en su derecho y si logra un tercer mandato sus cambios serán casi irreversibles.

Ahora que los bloques ya no son tan impermeables tal vez será hora de pensar sólo en el futuro de nuestra ciudad. A quien no le guste la deriva de la ciudad actual, quien no comparta el programa de la alcaldesa, solo tiene una opción, votar. A quien quiera, pero votar. Lamentarse cuando veamos más y más cambios contra lo que, en principio, es el deseo de los ciudadanos no servirá de nada. Solo tenemos una oportunidad de hablar, y es ahora.

No creo que, lamentablemente, ningún candidato tenga el arrojo de deshacer lo mucho malo que se ha hecho, de poner a las bicicletas en su sitio (y de ponerles matrícula, lo mismo que a los patinetes, para que sean igual de responsables que los coches), de restaurar el legado de Cerdá, recuperando las illas y desmantelando las superillas, de ponerse serios con la droga, los manteros y los okupas. Pero al menos es de esperar que se frene el actual camino hacia la nada. Si la mayoría de los ciudadanos piensa que estamos bien, no habrá nada que decir, pero al menos estemos seguros de que todo el mundo vota. La mayoría silenciosa no existe.

Es curioso que nos han cambiado el segundo domingo de Pascua del calendario para que votemos, tratándonos, una vez más, como a niños. Pero ya que nos lo ponen más fácil, votemos. Es cierto que el voto de los ciudadanos no será determinante ante un resultado que se prevé muy fragmentado. Al menos cuatro candidatos pueden ser alcaldes según sean los pactos electorales y esos no solo tienen que ver con Barcelona. La gobernabilidad de España, la campaña de las generales y, sobre todo, la pasta que se rifan los partidos en las diputaciones determinará si sigue la coalición actual, si tenemos sociovergencia, tripartit o bloque indepe, porque por número de concejales parece que casi todo será posible. Quién sabe si el PP tomará el testigo de Ciutadans y sus votos, probablemente sin opción a liderar una coalición, serán clave para decantar la balanza… o no.

Como no se vota al alcalde directamente quien tenga o trabaje en un restaurante, hotel, bar o comercio, quien tenga o quiera usar su coche, quien tenga que volar por trabajo o quiera hacerlo por ocio, quien tenga un piso en propiedad, quien no quiera la ciudad rota por la mitad por un tranvía, quien quiera volver a tener una ciudad limpia y segura, quien quiera volver a pasear por el Raval, incluso con aquel reloj que heredó o el que le regalaron cuando se casó, quien, en definitiva, quiera volver a estar orgulloso de una ciudad que lo tuvo todo, tiene que votar y, sobre todo, tiene que tener claro a quién no hacerlo.

Esperemos que lo que decidan los políticos más allá del 28M no se aleje demasiado de lo que vote la ciudadanía. Pero sobre todo esperemos que la ciudadanía se anime a votar y a expresar con sus votos lo que hoy dice, aparentemente de forma mayoritaria, por las esquinas. Barcelona necesita salir de la uvi tirando a la papelera de la historia a quien tantos números ha hecho para acabar allí.