Hace unos días, mi hermana se ofreció a leerme el I Ching, una especie de oráculo chino, usando tres monedas. El ejercicio consistía en que yo formulase una pregunta trascendente (“¿Cómo voy a encontrar un trabajo de verdad?”) y lanzase seis veces las monedas, con la pregunta en mente. Mi hermana, cuyas habilidades brujeriles son de escasa credibilidad, iba marcando con boli Bic una serie de rayas y cruces en un papel, y luego consultó el resultado en una página web. “Te han salido muchas líneas mutables”, sentenció, lo que me hizo augurar lo peor. Tras unos minutos de reflexión, mi hermana me dijo que el I Ching me aconsejaba adoptar una postura “espectadora”, que en lugar de empezar a dar palos de ciego fuera paciente y observadora, que incluso me dejara guiar por un tercero. Justo lo contrario de lo que una persona impaciente e impulsiva como yo suele hacer, vaya. Así que me lo tomé como un buen consejo. “Si haces todo esto bien, pasarás al hexagrama siguiente, que es lograr un éxito pasmoso”, añadió. Así que aquí estoy, fijándome bien en lo que ocurre a mi alrededor para ver si se me aparece una manera eficiente y constructiva de ganarme bien la vida como periodista, algo que hoy casi suena a chiste.
Pero no voy a perder el optimismo. Desde mi primera incursión en el mundo laboral —unas prácticas en una galería de arte londinense, donde mi misión era preparar el té y comprar los bocadillos del almuerzo de cada empleado sin equivocarme— he lidiado con varios periodos de incertidumbre, incluidos algunos despidos. El primero llegó con 23 años, cuando me despidieron de una empresa que organizaba visitas guiadas y rutas culturales por Barcelona. En esos momentos yo aspiraba a ser directora del Louvre, pero pensé que había un inicio para todo, y que trabajar cerca de museos e instituciones culturales me ayudaría. El resultado fue que cuando mi jefa, que era del Opus, no estaba en la oficina, me pasaba el día en el ordenador terminando trabajos para la universidad (estaba estudiando un doctorado en Historia del Arte) o contemplando embobada su salvapantallas, en el que se proyectaba una imagen de Torreciudad. “Vista de Torreciudad”, “Vista de Torreciudad”, “Vista de Torreciudad”... Las letras corrían de un lado a lado de la pantalla sin parar, hasta que finalmente le daba un golpe al teclado y desaparecían.
Dos días antes de Navidad, cuando hacía ya dos meses que trabajaba para ella, mi jefa del Opus me llamó a su despacho. Tenía una expresión muy seria y me asusté. Empezó a decirme que hacía tiempo que me veía desmotivada y aburrida, y que ese trabajo no era para mí. Entonces me puso delante los papeles de la baja y me pidió que rescindiera el contrato voluntariamente. Me quedé sin argumentos. Tenía razón. Pero lloré igualmente, de la rabia.
Un par de meses después, empezaba a trabajar para una conocida galería de arte, donde también me aburría como una ostra, pero mi jefa, la hija del galerista, era una una chica solo unos años mayor que yo, que me explicaba sus fines de semana en la Costa Brava con su marido y sus hijos y le daba igual que yo no vendiera ningún cuadro.
Duré solo unos meses. El 31 de julio, último día antes de empezar las vacaciones de verano, mi jefa se acercó a mi mesa con lágrimas en los ojos. Yo no entendía nada. La tarde anterior me había estado contando alegremente sus planes de vacaciones.
—Mi padre ha dicho que te despida, ahora viene con los papeles —me soltó, según tengo anotado en mi diario—. Debí quedarme con los ojos muy abiertos, sin decir nada. —¿No te lo esperabas, verdad? Ya se lo dije a mi papito que tu no sospechabas nada…
Volví a llorar de rabia, pero al menos me sirvió para entender que quería ser periodista. “Siempre lo que pasa es lo mejor para nosotros, aunque en el momento no lo parezca”, me escribió una compañera hace poco, al saber que he perdido uno de mis trabajos. Haremos caso al I Ching y seré paciente.