Leo (a Pàmies, en La Vanguardia) que Pasqual Maragall anda de paseo por la Vía Augusta acompañado por dos cuidadores que le atienden: “Maragall lleva una gorra y, si pasas a su lado (no lo saludas, por respeto), escuchas que, como si fuera la expresión de un remoto rastro de identidad y memoria, canturrea obsesivamente el Virolai”.
Como tantos otros, me toca visitar ancianos con las capacidades mentales muy disminuidas por las enfermedades seniles. Alguna residencia puede ser confortable, y los internos estar muy bien cuidados, pero invariablemente trae recuerdos asociados de remotas estancias en hospitales, ideas de acabamiento, pavores de separación y pérdida, y hasta la escena de la película Ben-Hur en que el héroe ve en el Valle de los Leprosos a su madre y a su hermana, víctimas de esta enfermedad que las vuelve intocables, saliendo lentamente de una cueva, desgreñadas y envueltas en vendas y ropa sucia, y oye a su madre que, como si intuyese la cercanía de Ben-Hur, le pregunta a su antigua criada, la bella Ester: “¿Judá está bien? ¿Es feliz?”.
Luego Ester le pide a este que, por el bien de todos, se vaya y las olvide:
—Vive tu vida. ¡Regresa, Judá!
—¿Regresar? ¿A dónde? –responde él, desesperado–.
Qué gran escena de Charlton Heston, quien, por cierto, tuvo unas postrimerías bajo el signo terrible y avasallador del Alzheimer.
Como es notorio, Maragall también, beneficiándose empero de la relativa fortuna de poder ser bien cuidado. El detalle de que, después de una vida larga, intensa y varia, lo que resuene entre los harapos de tu memoria destruida sea “como remoto rastro de identidad” la conocida canción popular a la Virgen de Montserrat, impacta, como un detalle más de la crueldad del destino humano, que se refocila en el patetismo. Sin duda esa melodía, convertida en himno de cierta idea de catalanidad, le vincula a la sociedad en la que se formó (y a la que dirigió, como presidente autonómico), a la colectividad, más que a una identidad personal o a una banda musical de la vida íntima, más o menos elegida. En su lugar, ¿qué tararearías tú? ¿Alguna canción pop generacional?... ¿Una cantata de Bach?... ¿Veles e vents? ¿Mis manos en tu cintura?
Nunca he hablado con él ni me gustó su discurso político. Su mejor legado fue la Barcelona de los Juegos Olímpicos, gracias a los que la ciudad se recuperó de la depresión de la crisis industrial, pero al precio de convertirse (¡la terrible paradoja!) en una ciudad turística banal y cara, que expulsa a los vecinos en beneficio de los fondos buitre y de hordas extranjeras embobadas ante el cabezón de Plensa en la Pedrera.
Pero una vez le oí dos palabras, dos, que me empujaron a apreciar su calidad de persona civilizada y fina. ¿Lo he contado ya? Fue en el MNAC, estando yo en la cola que esperaba que acabase la larga visita de las autoridades para ver la inauguración de la retrospectiva de Gimeno, que se exponía en el sótano. Por fin salió Maragall, seguido de su séquito. Mientras subía las escaleras, vio la cola de tanta gente modosa y formal, y consciente de haberles hecho esperar, al pasar a mi lado se le escaparon unas palabras consternadas:
–Quina paciència!
Otros políticos no hubieran tenido ese impromptu, esa simpatía automática del corazón. Otros disfrutarían de sus privilegios sin parar mientes en la cola y se lanzarían –como hizo también él, minutos después– a pronunciar un discurso institucional y más o menos letárgico.
Desde entonces no le asocio tanto a su ejecutoria política cuanto a la exposición de Gimeno y a su “quina paciència”. A partir de ahora, también a su imagen con gorra, paseando con dos ayudantes por la Vía Augusta y tarareando: “Rosa d’abril, morena de la serra…”.