Una de las características de las sociedades insatisfechas, aunque rebosen prosperidad en comparación con aquellas que las precedieron, es que en ellas cada día se anuncia una revolución cultural. La modernidad, nacida como la tradición de la ruptura, según la afortunada definición de Octavio Paz, se ha convertido en una bulimia de pantallas, teléfonos móviles, conectividad, redes (de intereses) que no descansan y eso que algunos llaman la economía de la atención, un mercado donde el producto somos nosotros y el tiempo el germen de un sinfín de negocios. Según los optimistas, vivimos en un mundo idílico, rodeados de estímulos sensoriales y psicológicos que nos permiten –esto lo decía Escohotado– llevar en el bolsillo, gracias al asombro de la tecnología, todo el conocimiento universal.
No está tan claro, sin embargo, que el alud de datos –personales y comunitarios– con el que lidiamos todos los días sea exactamente sabiduría. La habilidad no equivale a la técnica. Y contar con una biblioteca, por decirlo a la manera clásica, permite deleitarse con la cultura, pero no la garantiza en absoluto. Los libros, además de servir para los desfiles de Sant Jordi, deben leerse para que cumplan su verdadera función. No son artículos de una boutique.
Se trata de una invariante histórica. Todos los cambios culturales, como si el destino perpetrase una insidiosa venganza, nos devuelven a su vez la sombra de una amenaza. Casi siempre se trata de un temor real, aunque muchos lo tilden de imaginario y, a continuación, nos castiguen con vacuas loas al progreso. Conviene no confundirse: la Revolución Francesa terminó en el absolutismo napoleónico; Mayo del 68 instauró entre la juventud europea la falsa religión del marxismo y la utopía hippie derivó en una distopía de drogas y violencia.
Los sueños vienen de fábrica con su propia pesadilla, del mismo modo que cada moneda tiene, además de su faz, un reverso. Probablemente en el último cuarto de siglo nada ha cambiado más el mundo y la civilización tal y como la conocemos que la transformación del mundo analógico –que es el único que existe– en el nuevo paradigma digital, acaso la expresión más superlativa de la posmodernidad. Internet, que hace 25 años ya existía, pero era muy diferente a la actualidad, ha modificado la economía, la sociedad y el pensamiento. El homo digitalis dejó de ser un arquetipo para convertirse en una realidad. Somos nosotros.
Los nómadas digitales y las aplicaciones, que convierten en globales los mercados locales, están transformando y segregando nuestras ciudades. En paralelo, muchos especialistas advierten de que internet, una herramienta cuya trascendencia es equiparable a la imprenta, está cargado de amenazas, desde los virus a las adicciones a las redes sociales, que son la nueva caverna de Platón, donde las sombras reemplazan a la realidad. La red ya no es de la misma forma en la que fue concebida: el espacio de libertad que soñaron sus fundadores –aquellos chicos de los garajes que ahora son millonarios– se ha vuelto moralista, pacato y agresivo.
Todo parece estar accesible y a nuestra disposición y, al mismo tiempo, nunca la ignorancia ha sido tan osada. Mucha gente está enganchada a sus móviles y otros han empezado a ver el campo –si una buena parte de España está vacía será por algo– como en las idílicas novelas pastorales de Cervantes. Cada vez cuesta más concentrarse, leer un libro o, sencillamente, pensar o guardar silencio. Con el ecosistema digital sucede lo mismo que con el azúcar: en la España del estraperlo era un tesoro; ahora –advierten los médicos– es una amenaza para la salud y, a partir de los cuarenta años, la causa habitual de una creciente pandemia diabética.
Revertir el signo de los tiempos se antoja estéril porque nada es como antes fue y, nos guste o no, vivimos en comunidad. Pero de ahí a dejarse seducir por el entendido de que el marco digital es inocuo, va un trecho. Los excesos nunca son saludables y el mundo de las pantallas no es tan democrático como parecía. Tampoco parece inocente: cambia la estructura y hábitos de nuestra mente, de idéntica manera que en otros momentos los factores ambientales alteraban a las especies. El darwinismo de las pantallas ha hecho del homo sapiens una especie en proceso extinción o susceptible de convertirse en raza protegida.
El internet de las personas muda en el internet de las cosas. Los trastornos psicológicos relacionados con la tecnología no dejan de crecer y el déficit de atención se extiende. Los expertos calculan que el tiempo de concentración medio de muchas personas ya no supera los 10 segundos. Vivimos un cambio irremediable que, a pesar de todas sus ventajas, requiere ser sometido a análisis crítico. Y, en algunos casos extremos, incluso a cuarentena.
¿De qué nos sirve la tecnología si no nos ayuda a pensar más o mejor? La irrupción de la inteligencia artificial, el último hito de este proceso, debería hacer que nos preguntemos qué es la inteligencia humana. Mayormente para no llegar a perderla por completo, sacrificada ante la nueva dictadura del algoritmo, el nuevo señor feudal, y terminar convirtiéndonos en peleles digitales. Es el único patrimonio que, como sociedad, nos ha hecho llegar hasta aquí.