La ciudad vive instalada en la ladera de un volcán. Allí, delante del precipicio, encajaría el twist de John y Uma en Pulp fiction, bailado por John Travolta gracias a la maestría de Tarantino, el director que ha pasado por Barcelona en un santiamén, en el Teatro Coliseum, donde presentó su libro Meditaciones de cine, al que asistieron 1.500 personas. La sala recuerda el Sturm und Drang a los estudiantes de arte dramático, que aprendían a declamar para cambiar el mundo. En ella convenció Tarantino, el maestro de la violencia seca, que habla de cómo le perturbó Bambi y que guarda en casa, además de una pistola, las catanas de Kill Bill.
El Domingo de Pascua, Tarantino paseó por la ladera y durmió bajo el volcán, donde duerme siempre Xavi Trias, el candidato a la alcaldía por Junts, un partido tarantínico en el que sus dirigentes se matan entre ellos a cambio de mantener el momio, sesgo inmarcesible de Reservoir Dogs. Sirve de ejemplo la presidenta del Parlament, Laura Borràs –120.000 euros de sueldo, más coche oficial y dietas a tutiplén—, que se resiste a abandonar el cargo después de un fallo judicial por prevaricación continuada. Es el partido de Xavi Trias, la palanca electoral rechazada por él mismo, que prefiere ser un electrón libre de la ex-Convergencia de siempre, despegada ya de su sector negocios, hoy agonizante tras las palabras del juez Aguirre sobre David Madí: “Ya no puede practicar el tráfico de influencias por más que lo intente, porque ya no deben hacerle el menor caso”. La ausencia de poder lamina al delito.
La soledad de Trias es la misma que siente Tarantino, pero sin el sentido del humor que exhibe el director de cine. Ambos tratan de olvidar lo que piensan de una sociedad extremista en desigualdad, dependencia, cobardía o amoralidad. Tarantino lo muestra con dureza y sarcasmo, mientras que el político catalán lo endulza con la prosopopeya denigrante de las promesas electorales nunca cumplidas. El cine antiépico es una mutación infantil de los sueños; la política nacionalista es la búsqueda incapaz de legitimación. Su noche de resurrección bajo el volcán mostró las dos versiones de la América catalana: misa, resopón y panoplia pascual para Trias; cena y banderín de enganche psicodélico para el director de Malditos bastardos. Estos dos teatros concomitantes están más cerca, el uno del otro, de lo que aparentan.
En nuestra ciudad, mientras unos salen como pueden del trágala cotidiano de la subida de los tipos de interés y de la inflación, otros viven de lleno en la sociedad del espectáculo, un reducto de lo que Guy Debord consideró “la declinación del ser en tener, y de tener en simplemente parecer”. El espectáculo es un medio en el que la vida real ha sido sustituida por su imagen representada. Con una diferencia en el caso que nos ocupa: mientras el celuloide es un arte al que trasladamos nuestros momentos, la política es un amago en el que la realidad de la calle se camufla en los parlamentos, capaces de ilustrar con elocuencia lo que esconden sus diputados en la hebilla del cinturón.
Miles de ciudadanos viven arremolinados por el dolor de tener que abandonar sus viviendas, de alquiler o compra, inmersos en la economía financiada con la que los bancos atenazan al ciudadano. No es una denuncia facilona, sino la realidad de una parte relevante de la sociedad que hoy se encuentra en riesgo de exclusión. Quizá por aquí deberían empezar su discurso los candidatos ante el 28M.
En su recorrido barcelonés Tarantino le explicó a Jacinto Antón que se sintió atraído por Matador, de Almodóvar, especialmente en la secuencia del extorero masturbándose con pelis slasher, algo extemporáneo en el cine timorato de los ochenta. El sufrimiento ajeno es un material novelable de primera; y tal vez tengan eso en común la política clasista y el cine en su vertiente hiperrealista.