Opina Santiago Alba Rico, en un reciente artículo publicado en El País, que el “isabelfernandismo” de Podemos no es la mejor opción para seguir manteniendo “el Gobierno más progresista de la historia”, “la fórmula más realista, más europea y más democrática que hemos conocido en nuestra vida” (sic). Esa ambición unitarista de la izquierda que lidera Pablo Iglesias choca, según la interpretación de Alba Rico, con la pragmática realidad del “tinglado” que plantea Sumar. El Gobierno de coalición con sus conocidos apoyos parlamentarios es también, para este filósofo marxista, “un tinglado precario, ya protofederal, de socialistas conservadores, locas feministas e independentistas con sentido del Estado”. La definición es importante porque pone de manifiesto el palmario oxímoron en el que se mueve el inmediato proyecto electoral de buena parte de la izquierda, podemita o no.
Afirmar que los independentistas tienen sentido “del Estado” puede parecer una ingenua contradicción o una ignorancia supina del sentir de dichos “movimientos de liberación nacional”, pero no es el caso. Detrás de esa sentencia, en la que sigue creyendo todavía la nueva izquierda, late una ideología profundamente reaccionaria, en tanto que no defiende sin fisura alguna la igualdad de oportunidades de cualquier ciudadano, sea de donde sea.
Sorprende que cualquier intelectual que se autodenomine de izquierda continúe todavía con la matraca de que los nacionalistas de Bildu o de ERC son también formaciones progresistas. Sabido es que estos grupos han crecido en el odio hacia la ciudadanía y el Estado español y, aún hoy, siguen alimentado un supremacismo hispanófobo que diferencia ciudadanos vascos y catalanes de primera, de “ñordos” o colonos de segunda. Sabido es que sus negociaciones tienen siempre el mismo fin: primero los míos, al resto que le den, si sobra algo.
El tinglado de esta nueva izquierda no es sólo un artificio con el fin de mantener el poder sea como sea, es decir, sumando. Esta maquinación de blonda blanca es un tablado armado con un inmenso barullo de fondo. Da igual el contenido y las ideas, el tinglado se sostiene por un esqueleto de consignas con el que se alimenta una realidad política virtual, superpuesta a la realidad cotidiana de crisis permanente o casi estructural en la que vive una gran parte de la población.
Por ejemplo, ¿cómo es posible que con “el Gobierno más progresista de la historia” la sanidad pública o la educación estén en caída libre? Dirán algunos que la gestión depende de las autonomías, pero esta inapelable razón no responde a la anterior cuestión. Si fuera un problema de financiación quizás se hubiera solucionado como parece haberse conseguido, al menos hasta 2025, con el brutal agujero de las pensiones. Quizás ocurra que el tan cacareado progresismo sea en realidad una etiqueta vieja y huera, un aquí te pillo y aquí te mato, y mañana Dios dirá.
No hay progreso sin un proyecto a largo plazo, sin una reestructuración racional de un Estado protofederal, clientelar y sobredimensionado, que mantiene Administraciones superpuestas e ineficientes que engullen partidas hasta la extenuación. El progresismo –en aquellos ámbitos cuya conexión ciudadano-Administración se ha reconducido por las nuevas tecnologías— ha de ser centralista o no será tal progresismo, será un nuevo tinglado para hoy, pero viejo para mañana. Quizás un “isabelfernandismo” menos político y más ciudadano no sea un disparate, sino la solución.