La zona verde que rodea en Hotel Juan Carlos I, en la alta Diagonal de Barcelona, presenta un desfonde otoñal que lo embellece sin proponérselo. El príncipe Turki ben Nasser entró en el hotel, estrella de los Juegos del 92, de la mano de Butrous El-Khouri, el inversor libanés amigo de Joan Gaspart (Husa) y le pasó la gerencia a otro libanés, el Doctor Radi, antiguo militante de la causa palestina. El caso es que, ahora, tras varios años cerrado, el cinco estrellas vuelve a la vida gracias a un nuevo libanés, Tony Chedraoui, un hombre formado en la City de Londres, exdirectivo de Lehman Brothers e impulsor del fondo Tyrus Capital. Este último vehículo de inversión no es nuevo entre nosotros; lleva años invirtiendo en España; entró en el capital de Gamesa y en el accionariado de la OHL fundada por Juan Manuel Villar Mir.
Tyrus ha comprado Barcelona Project's SA, propietaria del hotel, pero antes de ceder su gestión a la cadena Meliá y abanderarlo con el nuevo nombre de Miranda de Pedralbes, deberá satisfacer a los acreedores, porque la empresa se encuentra en medio de un proceso concursal que pacifica el buen hacer del bufete Usandizaga. En Semana Santa empezará una nueva etapa. Se celebrará la mona de Pascua bajo los soportales de roble blanco que sostienen una de las terrazas más cómodas de la ciudad si no la comparamos con la del Florida, junto al Tibidabo, que en otro tiempo fue una Luna de Valencia discreta para señores de buena cuna.
Le empleados del Juan Carlos I, acogidos a un ERTE desde la pandemia, recuerdan a los hijos del jeque Turki ocupando, con su numeroso séquito, el lujoso complejo termal y fitness de su aurífero sótano y desalojando a los futbolistas del Barça en la última etapa de Joan Gaspart en el club de futbol. Los Ben Nasser acabaron pleiteando con Gaspart por una supuesta estafa de 15 millones de euros. La cadena familiar empezó su decadencia el día en que vendió el palacete Abadal a Banco Mediolanum; fue al final del siglo XX, cuando el mármol del arquitecto Adolf Florença cruzó el pasado, Joan Gaspart, con el presente, Carles Tusquets. Visto en perspectiva, el descalabro de Husa reverdece la nostalgia de la Barcelona del Hotel España, de tenores y sopranos, el Colón testigo de la Guerra Civil o el Internacional, sobre el Café de la Ópera, donde Georges Bataille escribió Le bleau du ciel; y también del Ritz o del mismo Hotel Palace de Gran Vía, sede del círculo masónico del mítico Doctor Moisés Broggi y del gran ingeniero Bosch Aymeric.
Cada vez que se mueve el Juan Carlos I, tiembla el Gremio de Hoteleros presidido por Jordi Clos, el dueño del Claris, el de las piezas del Museo Egipcio y terraza sobre el Eixample, compitiendo con la de la impecable Casa Fuster, adornada con los azulejos de Domènech i Montaner. Los mejores inversores buscan ahora el centro antes de detenerse en el frente litoral, del Vela y del Arts. La entraña de la ciudad tiene un imán insobornable.
El cruce del Art Decó entre dos movimientos arquitectónicos irrepetibles --modernismo y noucentisme-- hizo que Barcelona se olvidase del mar. Hoy, la espuma riega de nuevo nuestro Puerto, pero el corazón urbano sigue siendo el centro rector. El Juan Carlos I atrae una vez más la ola inversora del Golfo Pérsico y cuando se mueve dinero, más o menos vinculado a un fondo soberano del Medio Oriente, reinan la euforia y la opacidad. Vuelven a sonar las sirenas de los chatarreros, compradores de sociedades en bancarrota. El éxito de estas operaciones depende del equity, el neto patrimonial, que permite monetizar la compra. El mundo concursal atrae tiburones e inversores, pero la piedra no es la Bolsa, del mismo modo que la propiedad de un hotel no es su gestión. El concurso público del Juan Carlos I es la última andanada del clan de los libaneses.