No sería ningún despropósito aseverar que a Santiago Abascal le va la moda retro. A fin de cuentas ha sacado del baúl de los recuerdos a Ramón Tamames para darle voz, tribuna y lustre. Tampoco es pecado mortal afirmar que la vicepresidenta Yolanda Díaz no le hace asquitos al estilo vintage, al diseño gallego de Inditex y a las camisas blancas vaporosas. En política los ritornelos son habituales, consentidos y muchas veces deseados. Para muestra basta un botón. A los candidatos a la alcaldía de Barcelona les agradan las elegías de Jorge Manrique. Parecen haberse confabulado para recitar al unísono el verso “cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”.

El candidato del Partido Popular, Daniel Sirera, no tiene inconveniente en reivindicar la Barcelona de Pasqual Maragall, la cosmopolita y dinámica ciudad de 1992. Lo hace con un tono discursivo que se me antoja homologable al empleado por el centro-derecha europeo más moderado. Dice aspirar a lograr una polis abierta y tolerante capaz de atraer inversiones y talento. El candidato popular ha transitado por la misma senda que unos años antes pisó Ada Colau. En más de una ocasión la alcaldesa actual se ha presentado como la más genuina continuadora del espíritu olímpico maragalliano. Esto es así desde la clausura de la segunda conferencia anual sobre el legado de Pasqual Maragall, celebrada en la fundación RBA. Allí fue donde Ada Colau afirmó sin tapujos que “a Pasqual se le recordará como el mejor alcalde que ha tenido Barcelona”.

Las elecciones municipales de mayo están a la vuelta de la esquina y todos medran. Algunos candidatos juegan a situar a Pasqual Maragall como referente político sin pagar un peaje por afinidad ideológica o política. Colau obvia, por ejemplo, que el exalcalde, en lugar de romper relaciones con Tel Aviv, seguramente hubiera optado por convocar una reunión de las autoridades de esa ciudad con las de Gaza buscando el entendimiento. Ambas urbes estaban hermanadas con Barcelona. La alcaldesa obvia también que Pasqual Maragall nunca hubiera consentido marranear el trazado del Pla Cerdà. Y así cien cosas más. Se da la paradoja de que algunos de los que ahora lo reivindican, o alaban, desplegaron en su día campañas de desprestigio no exentas de difamaciones. Se da la circunstancia también de que ERC, además de presentarse como continuadora de un pasado que le es ajeno, echa mano de la saga familiar para vender un producto que en nada se asemeja al del primigenio y auténtico Maragall. El nombre no hace la cosa y la consanguinidad no es garantía de nada. Por cierto, estoy convencido de que Pasqual nunca hubiera aceptado utilizar un exitoso eslogan institucional –Barcelona més que mai— para convertirlo en lema de una campaña partidaria. Además, a él jamás le hizo falta utilizar la firma y el soporte –sin permiso— de terceros para avalar sus propuestas políticas.

El factor “cualquier tiempo pasado fue mejor” sobrevuela la política catalana. Unos, como Jaume Collboni y el PSC, se consideran los herederos naturales del legado maragallista. Lógico, Pasqual Maragall, cuando conquistó la alcaldía y la presidencia de la Generalitat, era la máxima autoridad de la nomenclatura socialista catalana. Otros, ajenos a la reivindicación de la obra del exalcalde olímpico, andan inmersos en la tarea de recomponer el maltrecho jarrón chino convergente. Mientras unos leen Camino otros repasan Des dels turons a l’altre banda del riu. Los acólitos de Xavier Trias, la vieja guardia pujolista y algunos restos de Unió también meditan en clave manriqueña. Piensan, como el poeta palentino, que “si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado”.