Una amiga virtual de origen mexicano me contó, durante la segunda de aquellas grandes manifestaciones constitucionalistas de octubre de 2017, los pormenores de su llegada a un municipio del extrarradio de Barcelona y su ingreso en la escuela catalana cuando tenía 7 años. Tras salir de México, había estado escolarizada en Casablanca y Antequera, y al empezar en su nuevo colegio se alegró mucho al comprobar que casi todos sus compañeros eran hispanohablantes. Eso facilitó su relación con ellos, fluida y natural desde el principio.
Al poco tiempo la mandaron a la llamada “aula de acogida”. Con el pretexto de que tenía que aprender el catalán lo antes posible, la sacaban de cualquier asignatura y la llevaban a una pequeña aula donde una profesora le impartía clases intensivas de lengua catalana. A mi amiga aquello, apartarla del grupo donde se sentía una más, le recordaba su condición de inmigrante. Y, como no entendía muy bien el empeño por que aprendiera una lengua que ni siquiera era la empleada mayoritariamente por los alumnos para comunicarse entre ellos, no se aplicó lo suficiente.
Al no aprender el catalán con la celeridad deseada, las maestras llamaron a su madre para decirle que tenía serias dificultades de aprendizaje. En palabras de mi amiga, la trataron como si tuviera una discapacidad grave, a pesar de que su dominio del español y el francés –aprendido en Casablanca— era el equivalente al de una niña dos años mayor. Cuando mi amiga entendió que hablar catalán era el peaje para integrarse, no tardó ni tres meses en aprenderlo.
Esta historia la cuento con mayor detalle en el libro que será la continuación de ¿Somos el fracaso de Cataluña? y que está ahora mismo en busca de editor. Allí también cuento los desprecios que padeció la exniñera de mi amiga, de etnia indígena, cuando se casó con un catalán autóctono del Empordà: que aquella panchita solo quería los papeles, decía la familia de él. Cuando nació su hija, le reprocharon que le hablara a la cría en español. Y la estuvieron hostigando hasta que se apuntó a clases de catalán, a pesar de que a duras penas sabía leer. Nunca consiguió aprenderlo. Y, por tanto, nunca la consideraron uno de ellos.
También refiero en el libro que a los pocos meses de aquel encuentro con mi amiga virtual una alumna colombiana de brillante expediente me confesó que, durante su primer curso en Cataluña, la amenazaron con hacerla repetir si no ponía más empeño en aprender el catalán. Recuerdo otro caso: el de una alumna dominicana de quien fui tutor y cuyo padre me preguntó desesperado cómo podía ser que estando en España no se dieran más clases en español. La familia, tras unos meses, acabó emigrando a Reino Unido: puestos a tener que aprender otro idioma, pensarían que el inglés les iba a ser más provechoso.
Los hispanoamericanos y los charnegos compartimos pecado original: nuestra lengua materna. De ahí el empeño no solo por que aprendamos catalán, sino por que borremos cualquier vestigio de nuestra esencia corruptora. Por eso una exalumna castellanohablante me contaba que una profesora se había burlado de su dicción catalana delante de toda la clase y le había dicho que aprendiera de su novio, este sí un catalanohablante fetén. Por eso, también, una compañera, el otro día, al hablar de un instituto problemático, dijo que estaba lleno de quillos y chonis. A mí mismo algunos compañeros profesores me pusieron de mote “el quillo ilustrado”. Quillos, chonis, charnegos, sudacas, panchitos, machupichus. Todos con el doble pecado original: hispanohablantes y de origen humilde. Los colonos lingüísticos, los muertos de hambre que encima son legión en la hostelería y frustran aquel anhelo de “viure plenament en català”. Los charnegos de siempre y los nuevos.
El abuelo de las niñas de Sallent aseguró que uno de los motivos del acoso que sufrían sus nietas era que hablaban mal el catalán. No sabremos nunca el peso exacto de todas las razones que conducen al suicidio. Concuerdo con Bernat Dedéu, que escribió un artículo sobre el caso, en que ante un hecho tan trágico como el suicidio de un niño lo mejor sería guardar silencio, aunque ni él ni yo lo estemos guardando. Pero a las niñas de Sallent las acosaban, entre otras cosas, por ser argentinas y hablar mal el catalán. Y a Bernat Dedéu lo recuerdo yo en una tertulia del 3/24 haciendo mofa y escarnio de la dicción catalana de una candidata de UPyD que acababa de ser entrevistada. El matonismo de guante blanco. El matonismo institucionalizado que todavía tiene los arrestos de aleccionar y pedir silencio. Acoso y silencio: los pilares de la Cataluña nacionalista. Esa donde no habrá paz para los hispanohablantes.