El auto del Tribunal Supremo que revisa las penas a los condenados por el procés es un revolcón al Gobierno, al pacto del PSOE con ERC y a la reforma penal surgida de ese acuerdo. Al quedar derogada la sedición, el tribunal condena a los procesados por desobediencia –no castigada con cárcel—, pero en concurso real con el delito de malversación de fondos públicos en su modalidad agravada y no acepta, como pretendía el Gobierno, que la sedición pueda ser sustituida por el nuevo delito de desórdenes públicos agravados.

El resultado es que Oriol Junqueras y Dolors Bassa seguirán inhabilitados para ocupar cargos públicos hasta el año 2031, y Raül Romeva y Jordi Turull, hasta el 2030. Los no acusados de malversación –Carme Forcadell, Josep Rull, Joaquim Forn, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart— sí que ven extinguida la pena de inhabilitación. A los Jordis es a los únicos que se les sustituye la sedición por los desórdenes públicos agravados por su participación directa en la manifestación del 20 de septiembre de 2017 ante el Departamento de Economía.

Como ya ocurriera en el informe contrario a los indultos, en el que el tribunal hacía comentarios sobre si eran un “autoindulto”, en línea con los comentaristas de la derecha mediática, el Supremo también se permite ahora dar lecciones al Gobierno y al poder legislativo sobre la idoneidad de las leyes y en concreto de la reforma penal.

Es probable que el Gobierno y ERC se equivocaran en la elección del delito de desórdenes públicos agravados para sustituir a la sedición y en la introducción de la malversación atenuada “sin ánimo de lucro” para aplicarla en este asunto y rebajar así las penas. En el primer caso, el Supremo recuerda con acierto que los hechos del 1-O fueron algo más que un atentado contra la paz pública porque pretendían alcanzar una ruptura de la legalidad constitucional e impedir “por la fuerza o fuera de las vías legales” –como exige la sedición— el cumplimiento de las leyes o de resoluciones judiciales. En el segundo caso, el tribunal ha aplicado su tradicional doctrina sobre la malversación, en la que el ánimo de lucro no solo se refiere al lucro personal, sino a destinar dinero público a otros fines para los que está previsto, y sostiene que la malversación tiene que ser agravada si se trata de un destino manifiestamente ilegal, como la organización del 1-O.

Sin embargo, el Supremo se extralimita con las críticas políticas a la reforma penal aprobada por el Congreso. Por ejemplo, cuando el auto destaca que, al eliminarse la sedición y ser sustituida por los desórdenes públicos agravados, se crea un espacio de “impunidad” si se producen en el futuro hechos similares a los del 1-O que no conlleven violencia o intimidación, al no poder ser considerados rebelión. Es verdad que el recurso a los desórdenes públicos agravados no es afortunado y debería haberse tipificado mejor lo ocurrido en Cataluña, pero ese espacio de “impunidad” no ha impedido ahora castigar con dureza la malversación ni mantener la inhabilitación de los principales condenados.

Aunque no se introduzca otro tipo penal más ajustado que los desórdenes públicos agravados, hechos similares a los del 1-O siempre podrían ser castigados con desobediencia y malversación agravada –con altas penas de cárcel y de inhabilitación—, junto a desórdenes públicos si los hubiera, sin contar con el instrumento político del artículo 155 de la Constitución. Esta solución será muy probablemente la que se aplicará a los 21 altos cargos pendientes de juicio por el 1-O.

También chirría la advertencia sobre la desprotección del Estado y del sistema democrático por la reducción del delito de sedición “a un problema de orden público, identificable con movilizaciones o algaradas”, lo que, según el Supremo, “desenfoca el problema”.

En definitiva, lo que parece evidente es que la reforma penal –como la ley del solo sí es sí— se hizo mal, sin la finura jurídica necesaria, pero también es cierto que, en la cuestión catalana, el Supremo en general y el juez Manuel Marchena en particular no se privan de un enfoque político que no les corresponde. Al final, en este caso, el alto tribunal ha desarbolado los planes del Gobierno y de ERC para desinflamar o desjudicializar la situación política en Cataluña.