En 1999, durante el primer año de permiso de conducción, tuve dos accidentes graves de coche. A veces lo cuento en clase, a pesar de que durante un tiempo me contuve, condicionado por lo que me había dicho una compañera cuando apenas llevaba dos o tres meses como profesor. Con ese tono admonitorio de ciertos veteranos, me conminó a que no contara aquello en clase, porque algunos alumnos podían tomar mal ejemplo. Con el tiempo, sin embargo, volví a relatar aquellos episodios con naturalidad.

En el primero de los accidentes apenas me hice daño. Me salí en una curva, de madrugada, en la carretera entre Bescanó y Bonmatí, y acabé, después de volcar, empotrado en la cuneta. El episodio tuvo incluso algún detalle grotesco que omito a los alumnos.

El segundo accidente fue algo más serio. Me salí en otra curva, en la misma carretera, de camino al restaurante donde trabajaba de camarero, esta vez por la mañana, intentando adelantar, y el coche salió volando unos metros –por el desnivel entre la carretera y el Carrilet, una vía verde que conecta Olot con Girona— antes de estrellarme contra un árbol. Ahí siempre les comento que, de no ser por aquel árbol, el coche y yo habríamos acabado en el río Ter.

Hasta ese momento, a los chavales les hace cierta gracia mi relato: al fin y al cabo, estoy allí, delante de ellos, de una pieza, sin secuelas visibles, narrándoles algo que en ningún caso pudo ser tan grave. Pero acto seguido les digo que perdí el conocimiento, y que durante aquellos instantes de inconsciencia me dio la sensación de estar flotando en el cementerio donde habían enterrado a mi abuelo, fallecido apenas dos meses antes, y a mi tío Manolo, que había muerto tres años atrás. También les digo que escuché la voz de mi padre diciéndome, con un ilimitado desconsuelo: “Ya te decía yo que no corrieras tanto”, y que desperté de esa especie de sueño al escuchar otra voz, un grito amortiguado y ascendente que sepultó el lamento de mi padre: “Foc, foc!”. Entonces –les digo— abrí los ojos y vi el capó en llamas.

Y en ese instante –me volvió a pasar hace poco, cuando decidí contarles los accidentes a propósito del mito de Ícaro—, se suele producir en clase un silencio que no sabría muy bien cómo describir, denso y sin aristas, un silencio que siempre, por un momento, consigue sobrecogerme. Hay algo que a los alumnos y a mí nos ata durante esos minutos. Una especie de conexión profunda. Lo que sigue de la anécdota intento contarlo de un plumazo, porque esa situación casi siempre me provoca un ligero tambaleo: les digo que por suerte pude desabrocharme el cinturón, que salí corriendo porque por entonces creía que los coches explotaban, que recuerdo verme absolutamente ensangrentado mientras corría por el Carrilet, a pesar de que solo me hice una pequeña herida en el párpado; también les cuento que me llevaron al CAP de Anglès y que no recordaba ni cuántos años tenía, a pesar de que recordaba con una nitidez asombrosa el número de teléfono del trabajo de mi madre; y les digo que me dormía en el trayecto hacia el Hospital Josep Trueta –a donde decidieron llevarme al ver que tenía cierta amnesia— y que el sanitario que me acompañaba en la ambulancia intentaba por todos los medios que no me durmiera; una vez allí –les comento— primero me sermoneó un médico y después mis padres, de pura impotencia, aunque eso solo lo entendí muchos años después, cuando fui padre. Al final les digo que todo se saldó con una herida en el párpado, un collarín para las cervicales que llevé durante una semana, el alta médica aquella misma tarde y el coche completamente carbonizado.

Cuando acabo mi relato, la situación vuelve un poco a la normalidad: algún alumno me hace alguna pregunta, otro hace algún comentario, y después sigo con lo que estaba explicando antes de referir los accidentes. Pero uno no puede sacudirse tan fácilmente ese silencio de unos minutos antes. Ese silencio genuino y sincero, excepcional, de apenas unos pocos minutos. Uno, siendo profesor, vive para lograr eso alguna vez, eso que se da en muy contadas ocasiones. Y algunos me hablarán de sofisticados métodos pedagógicos para estimular el interés de los alumnos, de complejas dinámicas de grupo, de evaluación por rúbricas, de coevaluación y heteroevaluación, de flamantes situaciones de aprendizaje… Pero en ese momento descrito en que se activa algo profundo en los alumnos simplemente está un profesor con su palabra, un profesor con su palabra y una historia que contar. Nada más que eso. Y nada menos. Y a veces con eso basta.