De niña fui la típica empollona que sacaba siempre buenas notas, pero al cambiar de cole para cursar BUP y COU hubo dos asignaturas que, de entrada, se me atragantaron: la primera fue Biología, en concreto Geología, que era lo que tocaba estudiar en el primer trimestre de primero de BUP. Me pareció tan aburrido estudiar piedras y rocas que suspendí el examen un poco adrede, confiando en que ya lo recuperaría más adelante. El primer suspenso de mi vida.
El segundo pensé que llegaba al empezar tercero de BUP y asistir a la primera clase de Filosofía.
No era que la asignatura no me gustase, sino que me costaba entender por qué los filósofos se complicaban tanto la vida con razonamientos rebuscados para comprender el sentido de la existencia humana o demostrar si hay un Dios, entre muchas otras cuestiones que mi pragmático yo adolescente parecía tener mucho más claras que mi perdido yo actual. El profesor de Filo, el Pedro, un salesiano de barba blanca que apestaba a Ducados, lo explicaba todo de una forma muy interesante y amena, y creo que fue gracias a su paciencia a la hora de corregir mis divagaciones personales mientras analizaba un texto de Descartes o Kant que no suspendí ningún examen.
Treinta años más tarde, la filosofía sigue siendo uno de mis temas pendientes. Me gusta y la vez la detesto. “Tengo la sensación de que me peta la cabeza”, le dije hace poco a un amigo después de haber empezado a releer El mundo de Sofía, la novela sobre la historia de la filosofía que se puso tan de moda en los 90, cuando yo estudiaba BUP y COU. La culpa de que haya dedicado las últimas dos semanas a releer este clásico para adolescentes fue una interesante discusión (con vino de por medio) que tuvimos mi amigo y yo sobre el miedo a la muerte, la necesidad de la humanidad de creer en algo (sea una ideología conspiracionista o una religión africana) y la postura de la ciencia con respecto a Dios.
Ese mismo día, al regresar a casa, busqué en mis estanterías mi viejo ejemplar de El mundo de Sofía, pero no lo encontré. Así que me compré uno nuevo y empecé a leer. A diferencia de cuando tenía 16 años, esta vez me lo he terminado, dejándolo bien subrayado y con anotaciones en boli para comentar más adelante con mi amigo. Como por ejemplo, esa gran frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada”. ¿No le dirían ahora que tiene síndrome de la impostora?, me pregunté. A mí me parece que lo normal, tanto para hombres como mujeres, sería ir por la vida con cierta actitud de humildad, sin creernos demasiado nuestros propios logros y proezas –ya sabemos que el mundo es injusto, no hay igualdad de oportunidades y que a veces solo con el esfuerzo no es suficiente—, pero resulta que en la sociedad actual lo normal es ir presumiendo de lo guais y capaces que somos, de sentirnos con plena capacidad de mandar o enseñar a otros porque sabemos más que los demás en este u otro aspecto. “Un día más pensando que falta mucho más síndrome de la impostora, pero mucho”, tuiteaba precisamente esta semana Andrea Gumes, presentadora de Tardeo, un pódcast de cultura y actualidad de Radio Primavera Sound. No conozco de nada a Gumes, pero me parece una mujer lista.
Hablando de mujeres listas, releyendo El mundo de Sofía he descubierto el nombre de una mujer admirable, que no entiendo cómo no la estudiamos en el colegio, ni siquiera en la asignatura de Historia. Se trata de la escritora y filósofa francesa Marie Olympe de Gouges, una de las mujeres que más lucharon a favor de los derechos de la mujer durante la Revolución francesa. En 1791, dos años después de la revolución y de que la Asamblea Nacional Francesa aprobara la Declaración de los Derechos Humanos, hizo pública una declaración sobre los derechos de la mujer, ya que la declaración sobre los “derechos de los ciudadanos” no contenía ningún artículo sobre los “derechos naturales” de las mujeres. Olympe de Gouges exigió para las mujeres los mismos derechos que regían para los hombres.
“¿Y cómo le fue?”, quiere saber Sofía, la protagonista del libro, una adolescente noruega de 15 años.
“Fue ejecutada en 1793. Y se prohibió toda clase de actividad política a la mujer”, le responde su interlocutor.
En España las mujeres pudieron votar por primera vez en 1933, en Francia en 1945, en Noruega tuvieron que esperar hasta 1913. Y en Suiza, “paraíso” de la democracia gracias a su sistema de votar por cantones, en 1971. “Es una ironía de la historia que la democracia al estilo suizo, en ese momento muy desarrollada en comparación con otros países, contribuyera a que Suiza llegara tan tarde a la concesión del sufragio femenino”, dijo al canal Swissinfo Karin Keller-Sutter, ministra de Justicia del país helvético, al cumplirse 50 años de este logro. Según la ministra, “en ningún otro país, excepto en Liechtenstein, la decisión de otorgar a las mujeres este derecho civil fundamental estuvo en manos de hombres con derecho a voto, en lugar de estar en manos del Gobierno o el Parlamento”.