Los maestros están en huelga en Cataluña y los médicos protagonizan diversas protestas en media España. Unas protestas que tienen origen en las medidas restrictivas adoptadas en tiempos pasados y no corregidas después. De aquellos recortes, inaugurados con entusiasmo por Artur Mas y Mariano Rajoy, se derivan las actuales carencias. No es de extrañar que sea precisamente educación y sanidad los sectores en los que la derecha se ha cebado. Si son públicos y funcionan son los dos puntales del Estado del bienestar. Tanto Mas como Rajoy eran y siguen siendo partidarios de la privatización a ultranza de estos sectores. También sus sucesores, Jordi Turull, y su jefa, Laura Borràs, y Alberto Núñez Feijoo, y su jefa, Isabel Díaz Ayuso. Hay que reconocer que en sus partidos, aunque sean poco feministas, el verdadero poder lo tienen hoy mujeres.
Sobre los problemas en la sanidad y la educación, el rey de España no ha hablado nunca en sus discursos. En cambio ha mostrado repetidamente sus simpatías por el Ejército, vistiéndose de uniforme cuando él (o quien decida lo que él hace) lo ha creído oportuno.
Y sin embargo no hay en España un sentimiento generalizado de simpatía por los militares, cosa más que comprensible. En los dos últimos siglos los uniformados han tenido tendencia a la insubordinación ante el poder legal. En vez de defender a los españoles de enemigos exteriores, los espadones se han dedicado a someterlos. El último dictador, el general Francisco Franco, tiene aún simpatizantes, por lo que se ve y se oye en las manifestaciones que convoca la extrema derecha y a las que se suman otras derechas, aunque de forma más o menos vergonzante. A pesar de ello, los militares tienen un número considerable de prebendas y consideraciones.
El jefe de Estado, por ejemplo, es explícitamente el jefe de las fuerzas armadas. Se formó parcialmente en la Academia Militar, aunque esta institución no destaca por su rigor académico, sobre todo en teoría política. Acude con frecuencia a funerales de soldados fallecidos en accidente laboral, ya que se da por supuesto que un militar merece un reconocimiento que no se da a ninguna otra profesión. No se ha dado a los médicos, algunos de los cuales fallecieron durante la pandemia intentando salvar vidas. Nunca se ha visto a Felipe de Borbón vistiendo bata blanca o acudiendo al entierro de un facultativo. Tampoco al de un albañil ni al de un conductor de autobús, aunque su muerte se haya producido como consecuencia del cumplimiento del deber hacia la patria o, al menos, hacia algunos compatriotas.
El Gobierno en pleno celebra el día de las fuerzas armadas, pero no celebra ni el día de los médicos (San Lucas) ni el de los enseñantes (San José de Calasanz) ni el de los mineros (San Lorenzo). Sí que en los túneles subterráneos se acostumbra a colocar una imagen de la patrona de la minería, Santa Bárbara, lo que nunca ha evitado un derrumbe más o menos accidental. Será que hasta los santos y las santas se despistan de vez en cuando.
Los militares fallecidos en actos de servicio son regularmente condecorados. Algo que tampoco pasa en otras profesiones.
Para colmo, las concentraciones del personal armado (igual por eso se les tienen tantas atenciones) acostumbran a coincidir con airadas protestas contra cualquier gobierno que no sea de derechas. Asunto sobre el que su jefe, el monarca, no ha sentido nunca la necesidad de pronunciarse, como tampoco se ha pronunciado sobre la crisis de la justicia o sobre la acidez de algunas intervenciones políticas, quizás porque las más ácidas son las de Vox, partido al que dio una información sobre el patrimonio de la Casa Real que fue negada a Podemos.
Cuando habla de problemas institucionales, mantiene un gran silencio sobre la institución a la que él mismo pertenece, la corona, y que cuenta con gente mucho más que sospechosa: su padre, su hermana, su cuñado y algún sobrino, por no mirar a familiares más lejanos con escasa vocación de ejemplaridad.
Quizás ya vaya siendo hora de que el jefe del Estado asuma que los militares dependen del poder civil y, por lo tanto, deje de vestir uniformes que más bien parecen un disfraz cuando vaya a alguno de sus festejos. Sin olvidar que, además de los Ejércitos, en España hay otros profesionales, como poco igualmente respetables. Y mucho peor tratados. Si Felipe de Borbón tuviera palabras de comprensión hacia el personal sanitario y docente igual les daba algún motivo para gritar “¡Viva el rey!”. De momento sólo tienen razones para la queja. Y el resto de españoles, afectados por los recortes en estos servicios, también.