Europa sería un continente más aburrido de lo que ya es si no existiera Michel Houellebecq, un hombre cuyos libros me interesan (unos más que otros) y cuyas salidas de pata de banco me resultan extremadamente entretenidas y estimulantes, sobre todo las que hacen referencia al Islam, esa religión que, como decía él mismo en una de sus novelas (ahora no recuerdo cuál), se la inventó un beduino en el desierto, aburrido ya de sodomizar a su camello. Como ustedes ya sabrán, nuestro hombre la ha vuelto a liar con su tema preferido a través de una entrevista concedida a una revista francesa en la que, como tiene por costumbre, se explaya sobre todo lo que le molesta del Islam, que es bastante. La máxima autoridad islámica de París ya ha dicho que lo va a llevar a juicio, pero dudo que al señor Houellebecq le preocupe mucho esa amenaza: ya intentaron empapelarlo hace unos años por un tema parecido y acabó ganando el juicio en aras de la libertad de expresión que se supone que reina en Occidente. La posibilidad de que el islamismo radical le aplique el tratamiento Charlie Hebdo tampoco parece quitarle el sueño, aunque esa gentuza no se anda con chiquitas: a sus 64 años, Houellebecq tiene la edad suficiente para haber leído en los años 60 el semanario de humor Hara Kiri, impensable actualmente y que, leído ahora, convierte Charlie Hebdo casi en un boletín parroquial.

Aunque a veces no pueda acabarme sus libros, admiro profundamente a Michel Houellebecq porque le considero un triunfador absoluto: pese a sus ideas disolventes –ni de izquierdas ni de derechas, simplemente irritantes y a menudo acertadas-, no solo es un escritor de gran éxito comercial, sino, lo que me parece más importante, alguien que ha conseguido imponer su presencia a una sociedad que suele convertir en parias a gente como él. El hombre se ha hecho a sí mismo, pues su apellido no es Houellebecq, sino Thomas, vive en París (o donde le da la gana: ha pasado por Irlanda y por España, que se sepa), pero nació en la isla de la Reunión de padres comunistas (ideología que detesta), el guía René Thomas y la anestesista Lucie Ciccaldi. Si fuera español lo tildaríamos de facha y nos quedaríamos tan anchos, pero en Francia se le respeta y se le lee (aunque también hay quien lo considera un extremista de derechas, cuando yo creo que es un extremista a secas al que le gusta mucho, eso sí, tocar las narices a los supuestos progresistas, que es la versión actualizada de lo que antes se denominaba épater le bourgeois, lo cual nos da una idea aproximada del triste recorrido de la izquierda en los últimos años).

En asuntos relacionados con el Islam, como todos sabemos, rige en España un bonismo contraproducente que, ante un atentado, lo primero que reclama es que no caigamos en la islamofobia. Algunas de nuestras feministas no tienen nada que decir sobre el trato que se aplica a las mujeres ni sobre la imposición del velo ni sobre los matrimonios arreglados: con denunciar a un mamarracho de Albacete que se ha cargado a la parienta, van que chutan. Nuestros supuestos progresistas han convertido a los árabes que viven entre nosotros en una especie de cónclave angelical al que no se le puede afear nada porque, ya se sabe, sus costumbres son las que son (las únicas que abren la boca son las musulmanas que se han librado de todas las chorradas de sus padres, convirtiéndose a menudo en apestadas de una comunidad propia que deja de serlo en cuanto piensan por su cuenta: véase el caso de la escritora Najat el Hachmi). Por eso, cuando la policía decide deportar a dos sujetos de los que tiene pruebas de que predican el salafismo radical en sus mezquitas, salen ciudadanos solidarios de debajo de las piedras para defenderlos y atacar al estado represor.

Nunca es bueno generalizar, pero la comunidad musulmana es, en España y en Francia, una de las más conflictivas. Abundan los casos de gente que no solo no tiene la menor voluntad de integrarse en Occidente, sino que se permite el lujo de despreciar moralmente a los países de acogida, en vez de preguntarse cómo es posible que, siendo Alá tan grande, ellos tengan que emigrar para no perecer de inanición. Cosas como éstas, que no se pueden decir en España sin arriesgarte a que te cancelen, son las que suelta Houellebecq a su manera; es decir, a lo bestia y sin pararse a pensar en las posibles consecuencias nocivas para su salud. Pero hay que pensar que, si se ha puesto el mundo por montera y se ha convertido en un autor popular, cuando lo normal sería que no hubiese abandonado jamás el anonimato, no es de descartar que se haya venido arriba a la hora de conceder esa última entrevista, probablemente porque cree, y con razón, que puede decir lo que le venga en gana, que para eso vive en esa Europa que tanto nos gusta criticar, pero que es el último reducto de raciocinio y tolerancia que queda prácticamente en el mundo.

Estoy con Houellebecq y su última salida de tono, aunque no tengo motivo alguno para apreciarlo. Le presenté en Barcelona, a finales de los años 90, su novela Las partículas elementales y puedo decirles que consiguió sacarme de quicio. Simpático, lo que se dice simpático, no me lo pareció. Pitillo tras pitillo y vaso de vino tras vaso de vino, se enfrentó al acto de presentación con una mezcla de displicencia y cachaza que ponía de los nervios. Le hacías una pregunta y se quedaba en silencio, fumando. Cuando creías que no te iba a contestar y pasabas a la siguiente cuestión, a ver si tenías más suerte, levantaba una mano, guardaba un poco más de silencio y, finalmente, te respondía a su manera, que era tirando a críptica. Tras la presentación, hubo una cena en casa del director del Instituto Francés a la que no fui por temor a que me sentaran al lado de Houellebecq. Y cuando me encontré solo en la calle, experimenté una gran satisfacción por haberme librado de él y no tener que volver a dirigirle la palabra en la vida. Lo cual no quita para que sus libros me interesen, en mayor o menor medida, y considere que lo que dice sobre el Islam, dejando aparte el plus de provocación, me parece muy razonable y debería ser escuchado atentamente antes de echarle los perros encima o de que un mal día le vuele la cabeza algún imbécil de Alá, pues, como cantaba Franco Battiato en Bandiera bianca, “En esta época de locos solo nos faltaban los idiotas del horror”.