Para ejercer la gran mayoría de profesiones y de actividades que implican cierto riesgo para terceros es necesario realizar un test de aptitud previo. No podemos conducir un automóvil sin carnet, los abogados tienen que pasar por un examen de acceso a su ejercicio profesional, los pilotos de avión pasan revisiones periódicas para garantizar sus conocimientos, pero también su estado de salud, quienes trabajan en la cocina de un bar deben tener un carnet de manipuladores de alimentos… hasta los cazadores deportivos necesitan renovar sus permisos de armas pasando pruebas periódicas para poder cazar conejos y perdices. Parece normal que una sociedad civilizada se proteja a sí misma mediante pruebas objetivas.

Paradójicamente se exige más para conducir un avión, un tren o un camión de la basura que para ser padre o madre de la patria. En este tramo final de la XIV legislatura está quedando en evidencia que muchas leyes se hacen deprisa y mal, lo que pone en duda la formación de alguno de nuestros diputados, cada vez menor y cada vez más endógena. Son demasiados los políticos profesionales que no han hecho otra cosa en su vida, algunos con una formación académica que no les permitiría opositar a buena parte de las plazas de sus subordinados en el ministerio.

Miramos con añoranza los políticos de la transición. Por ejemplo, uno de los “últimos mohicanos” es Josep Borrell. Borrell, hijo de familia humilde, se buscó la vida desde muy joven con trabajos diversos, logrando, además, ser ingeniero aeronáutico, máster en Investigación Operativa por Stanford, máster en Economía de la Energía por el Instituto Francés del Petróleo de París, doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático en Matemáticas Empresariales. Trabajó en varias empresas y dio clase en varias universidades compaginando estas actividades mientras pudo con su actividad política. En el Congreso hay abogados del Estado, técnicos comerciales y economistas del Estado, jueces… pero cada vez abundan más los políticos que han acabado una carrera normalita, cuando la han acabado, y desde entonces se dedican única y exclusivamente a la política, siendo para muchos de ellos imposible su desenganche del presupuesto público, no saben hacer otra cosa. En Francia los políticos pertenecen a una élite intelectual muy definida, y en Reino Unido la gran mayoría tienen unas carreras universitarias impecables. Es cierto que la formación no es garantía de nada, lo hemos visto en Reino Unido, pero quien carece de formación y de experiencia es muy posible que se equivoque.

Más allá de valorar si con la que está cayendo es prioritario legislar sobre la autodeterminación de sexo o la dignidad animal, ya que se hace, que se haga bien. Es vergonzoso querer hacer una ley más restrictiva con la violencia sexual y acabar con un redactado que implica la reducción de penas a cientos de sujetos a quienes se quiere castigar, o defender de facto a los animales por encima de las personas o cargarse de un plumazo las conquistas del feminismo porque ahora lo que mola es no tener un sexo definido. Gracias a la ley de autodeterminación sexual deportistas masculinos normalitos podrán entrar, ya han entrado, en deportes femeninos profesionales, desplazando a muchas mujeres, políticos masculinos tendrán la oportunidad, ya la han tenido en México, de saltarse a sus colegas femeninas en listas cremallera o incluso la infanta Sofía podría proclamarse príncipe de Asturias y heredero de la Corona si un día se levantase y dijese sentirse hombre.

Esta auténtica epidemia de mala calidad jurídica la hemos padecido hasta en los estados de alarma declarados para contener la pandemia del Covid. La chapuza legislativa fue tumbada por el Tribunal Constitucional sin que ni siquiera se sonrojase nadie, ni mucho menos pidiese perdón, porque compensar iba a ser que no, por el daño ocasionado, en ocasiones irreparable, a muchos negocios.

Desde la torpeza jurídica, y conceptual, se pone un impuesto a la banca que limita su capacidad de dar crédito. Los 3.000 millones extras que irán a las arcas del Estado para sufragar quién sabe qué reducirán en unos 50.000 millones la capacidad de los bancos de dar crédito, complicando la vida a muchas más personas que a las que les ayudará que el Estado tenga un incremento de menos de un 1% en sus ingresos. Y lo más probable es que dentro de un tiempo este impuesto se declare ilegal y tenga que devolverse.

Y algo parecido ocurre con el impuesto de las eléctricas. La necesidad de inversiones para la transición energética es enorme. No sería descabellado haber pactado con las eléctricas inversiones en toda España de puntos de carga para coches eléctricos, imprescindibles para transformar nuestro parque automovilístico aprovechando la buena coyuntura para ellas. En lugar de eso se pone un impuesto especial que, con toda probabilidad, también habrá que devolver y de paso se limita la capacidad inversora de actores fundamentales en la transformación del país quienes ya han declarado que prefieren invertir en países más serios.

En la cuna de la democracia, Grecia, hubo un tiempo en el que gobernaban los mejores, los aristoi; ahora parece que lo hace un puñado de los peores, o cuando menos de personas a quienes no les interesa la calidad del resultado de su trabajo, las leyes. Si hubiese un carnet para legislar a más de uno ya no le quedarían puntos y habría que retirarles la llave del sistema de votación de su escaño para que dejasen de hacer daño a la sociedad.