Algunos de los motivos por los que el señor Gómez de Celis, presidente en funciones del Parlamento, le ha retirado la voz y la palabra a Patricia Rueda, de Vox, son claros, pero también hay motivos más velados, y claro está que son los más interesantes.
Vayamos por partes. Los motivos claros son los siguientes: hastiada la presidencia del Congreso de discursos agresivos, ordinarieces y exabruptos que desprestigian a la institución, Celis y la presidenta Meritxell Batet se habían conjurado para ponerles coto e imponer decoro.
Decoro que ellos mismos sabotearon cuando permitieron que sus señorías, en el momento de asumir el cargo en solemne ceremonia, no jurasen por Dios ni por España, sino por la gallina Caponata, y con la mano solemnemente tendida no sobre la Biblia o la Constitución sino sobre el Libro Gordo de Petete, como para dejar claro desde el principio de la legislatura que había barra libre para hacer el imbécil y que aquello no es en realidad un Parlamento, sino el patio de Monipodio por donde libremente se iban a pasear rufianes y macarras insultando a trochemoche. Como así ha sido.
Ahora bien: pese a esa voluntad de rectificación, o de vuelta al orden, pocos días atrás otra parlamentaria de Vox había acusado a la ministra Montero de ser prácticamente analfabeta y de haber estudiado a fondo solo a su marido, lo cual provocó un gran desgarre de camisas entre los parlamentarios gubernamentales.
--¡Uy, lo que ha dicho! ¡Escándalo, es un escándalo!...
Por consiguiente Celis decidió que ya estaba bien y que a la siguiente… llamémosle falta de respeto o salida de tono de algún parlamentario de Vox, la cortaría de cuajo.
Fue entonces cuando Patricia Rueda llamó “filoetarras” a los camaradas de Bildu. Conminada a retirar ese adjetivo, se negó, y fue silenciada y expulsada de la tribuna por el severo Celis. Lo que por cierto pareció dejarla contenta por haber llamado tanto la atención.
Viéndolo fríamente, sobreactuó el señor Celis y abusó de su poder, ya que “filoetarra”, término que hasta ahora se había usado con liberalidad en el Congreso, significa literalmente “amigo de los etarras”, siendo público y notorio que eso es exactamente lo que son parlamentarios y altos cargos y afiliados de Bildu, como por ejemplo su coordinador general, Arnaldo Otegi, condenado reiteradamente por apología del terrorismo y colaboración con ETA; David Pla, dirigente de ETA y uno de los encapuchados que leyeron el comunicado de su disolución, con pena cumplida en Francia; o Mertxe Aizpurúa, condenada por apoyo al terrorismo y periodista de cabecera de los siniestros diarios Egin y Gara.
Así que “filoetarras” es un suave eufemismo. Lo correcto sería decir directamente “etarras”. De la misma manera que quien ha matado a su esposa, aunque haya cumplido ya la condena que le haya ido impuesta, seguirá siendo un “uxoricida”.
Pero celó Celis la verdad desnuda, en nombre de la corrección política más farisaica. ¿Por qué?
El motivo velado, o celado, del celoso y receloso Celis, para censurar a Rueda, fue seguramente la vergüenza. El íntimo malestar, la incomodidad de ser consciente de que su cargo y su sueldo, y el Gobierno de su partido (el PSOE) y de Podemos, se deban –y se van pagando en cómodos plazos— al PNV, a los golpistas de ERC, y… a los filoetarras de Bildu.
O sea: que el señor Celis está donde está, cobrando lo que cobra, gracias a los amigos, los abogados y hasta los pistoleros “reintegrados a la sociedad” que no hace tanto asesinaban a sus compañeros del PSOE. ¡Menudos compañeros de viaje! ¡Gente de paz, como decía el señor Zapatero!
Naturalmente, esta realidad palmaria, indiscutible, da vergüenza a Celis, por más que algún plumilla salga en descargo de su conciencia recordando a veces que ETA dejó las armas hace 10 años y que el señor Maroto del PP postuló también, cuando era alcalde de Vitoria, la legitimidad de pactar con Bildu.
Pese al descargo del “y tú más”, gobernar gracias al sostén de los filoetarras tiene que ser difícil de digerir, y repugna al corazón y al cerebro, y seguramente al señor Celis le turba y reconcome. Por eso tiene que quitarle la voz y la palabra a cualquiera que le recuerde que los billetes de su sueldo quizá no huelan, pero están manchados. Él ya sabe de qué.