Aunque Pablo Hasél sea, con toda probabilidad, un majadero y un fanático, no es menos cierto que se detecta un extraño heroísmo en su estupidez. Puede que no esté del todo bien de la cabeza, como se deduce de sus ataques de ira y violencia y del hecho de que se declare comunista y admirador de Stalin, pero, a efectos prácticos, es el único de su gremio que está en la cárcel, donde no mueve un dedo para que le acorten la estancia porque se considera un preso político. No contento con eso, asiste impertérrito a nuevas condenas que, a este paso, lo van a mantener a la sombra hasta mediados del siglo XXI. Cuando ya estaba en el trullo, le cayeron dos años más por otro fregado en el que se había metido, y ahora le pueden caer cinco más si se le encuentra culpable de haber participado en unos disturbios en su Lleida natal (de cuando detuvieron a Puigdemont en Alemania) durante los que tuvo la brillante idea de arrearle un sopapo a un mosso d´esquadra (ya lo habíamos visto en la tele, durante la ocupación de un rectorado, zurrando a un periodista de TV3: el chaval tiene la mecha muy corta). Las fotos del actual juicio lo muestran esposado y custodiado por seis policías, como si fuese el enemigo público número uno: solo falta que le pongan un bozal como el de Hannibal Lecter.
Otros colegas han sido más hábiles a la hora de esquivar a la justicia. Pensemos en el malote oficial de L’Hospitalet, Morad, que se pasa la vida montando tanganas con la policía, pero siempre sin llegar al extremo de tener que dar con sus huesos en la cárcel. El hombre, claramente inspirado en raperos norteamericanos como Tupac Shakur o The Notorious B.I.G. (que en paz descansen), ha encontrado en sus broncas con la pasma una buena manera de incrementar su popularidad y afianzar su papel de héroe de la clase obrera con un punto de bandido generoso (como cuando repartió mil euros entre unos chavales de su barrio para que quemaran cosas). Pero en cuanto detecta que se ha excedido, pide disculpas y el juez se lo quita de encima, como si hubiese entendido a la perfección a qué juega el muchacho y considerara que lo suyo no es más que una manera como cualquier otra de prosperar en la vida.
Por lo que respecta a Valtonyc, estoy convencido de que Hasél lo considera la vergüenza de la profesión: ¿un rapero antisistema que vive a costa de una pandilla de pequeños burgueses de derechas que se hacen los exiliados políticos? ¡Intolerable! Nuestro hombre no necesita el paraguas nacionalista ni el supuesto racismo que se ceba con personajes como Morad. Pablo va por la vida en solitario y, a la hora de la verdad, no encuentra ningún colectivo que lo apoye: cuando lo encerraron, ciertamente, hubo unos disturbios del copón en Barcelona, pero cuando le cayeron los dos años suplementarios, no pasó absolutamente nada, igual que ahora, que están a punto de caerle cinco años más por el guantazo al mosso y la única solidaridad que recibe es la del inefable Partal desde el panfleto procesista subvencionado Vilaweb.
Puede que al señor Hasél le falte una patata para el kilo o que, simplemente, sea tonto de capirote, pero hay que reconocer que, a su peculiar manera, interpreta bastante bien el papel del héroe solitario y da muestras de una extraña dignidad si lo comparamos con sujetos como los que acabo de citar, un mallorquín que pasó de vender tomates en la parada de su madre a ejercer de técnico informático en Waterloo (y de bufón de la corte, por el mismo precio) y un magrebí espabilado que ha encontrado la manera de hacerse célebre como héroe antisistema sin correr excesivos riesgos. Hasél ni se fuga a Flandes ni se erige en representante de ningún colectivo. Cuando a la sociedad se le agota la paciencia con él, se deja meter en la cárcel y apechuga con las condenas suplementarias que le van cayendo. Y aunque es de una buena familia de Lleida, los Rivadulla, le ha prohibido a su propio padre que lo visite en el talego, supongo que por considerarle un cochino burgués.
La figura del merluzo heroico es insólita en el panorama delictivo español, pero Hasél la representa como nadie. Puede que a ello contribuya el hecho de ser un fanático de escasas luces, pero lo cierto es que estamos ante un modelo de presidiario único en su género que, además, no le hace ascos al martirologio. Ni se fuga ni pide ayuda, sino que se limita a mirar mal a todo el mundo y a considerarse el chivo expiatorio de una sociedad que no cambiará hasta que triunfe el comunismo y se apliquen las medidas que tan bien le salieron al buenazo de Stalin. Mientras tanto, el hombre echa su vida a los cerdos de una manera tan idiota como extrañamente admirable.
¡Que aprendan Morad y Valtonyc cómo se comporta un genuino héroe solitario enfrentado al sistema!