La pasada semana, comentaba en esta columna la crisis sanitaria madrileña y, especialmente, ese concepto de economía y sociedad que, interpretado magistralmente por Isabel Díaz Ayuso, es capaz de combinar el mayor crecimiento económico con el enquistamiento de la marginalidad y pobreza. Pero, más allá de lo acontecido en Madrid, resulta lamentable la consideración de los profesionales de la salud; aquellos a los que no hace tanto, aplaudíamos cada tarde desde las ventas de nuestros domicilios.
Medicina es la carrera más exigente, tanto por la dificultad en acceder a la misma, la nota requerida es de las más elevadas, como por la duración de los años universitarios, prácticamente el doble que los estudios en business o derecho.
Así, se podría esperar que quienes superan tantos obstáculos y, además, ejercen la profesión más esencial, ocuparan un papel central en nuestra sociedad y, en consecuencia, recibieran una compensación económica acorde a dicha centralidad. Sin embargo, ni una cosa ni la otra. Ni en lo público ni en lo privado.
El sector público, ese al que acudimos incluso los que tenemos seguro privado, cuando la enfermedad es realmente grave, se va deshilachando desde hace ya tiempo. Lo sucedido en la comunidad de Madrid evidencia lo que, en mayor o menor medida, acontece por todas partes.
A su vez, la realidad es aún más compleja en el ámbito privado, dada la precariedad y bajos ingresos de sus cuerpos médicos. Cuesta de creer que un facultativo perciba unos pocos euros por acto médico. Mientras, el capital, a menudo en forma de private equity, sigue afluyendo al sector sanitario, dadas las ganancias y plusvalías que pueden alcanzarse.
Algo profundo hemos hecho muy mal cuando un alto ejecutivo del mundo financiero puede ganar 25 veces lo que percibe un jefe de departamento de un hospital. Afortunadamente, el dinero no lo es todo para muchos de nuestros jóvenes.