Este noviembre de 2022, líderes políticos, empresariales, científicos y activistas se reúnen en Sharm El-Sheikh, Egipto, en la Conferencia de Cambio Climático de la ONU (COP27) –que cumple 30 años—, comprometiéndose a asumir el desafío de llevar a la acción los objetivos de cero emisiones netas de gases de efecto invernadero para 2050.
Bajo los inmensos retos que supone el cambio climático, varias preguntas se plantean. ¿Puede el mercado autorregularse por sí solo para ser sostenible? ¿Podemos corregir problemas globales, como el cambio climático, solo limitando la actividad económica? La lógica de la economía es más que conocida: toda oferta necesita crear su demanda y todo agente económico busca, en sus proyectos, generar retorno económico. ¿Cómo podemos introducir la sostenibilidad, entonces, en el crecimiento? La respuesta no es sencilla. Tampoco existe la panacea a todos los problemas que se derivan del desarrollo económico y social del último siglo y medio. No obstante, el primer paso es incómodo, ya que es la necesidad de transformación, de manera radical, de la forma en cómo concebimos el crecimiento. Estamos ante el reto de aceptar que, los humanos, somos los administradores del mundo en el que vivimos y que debemos dejarlo en mejores condiciones para las generaciones futuras. La COP27 es un amargo recordatorio.
Estamos inmersos en un cambio estructural del crecimiento. Un cambio marcado por la emergencia climática y la voluntad de transformar nuestro mundo hacia una prosperidad mínima global y la restauración y conservación de nuestro medioambiente. Ante el cambio climático, la prioridad a largo plazo para las empresas ha de ser la resiliencia ambiental de las organizaciones. Por ello, toda estrategia de negocio debe pasar por la reducción del riesgo del cambio climático, teniendo en cuenta los costes y beneficios económicos y sociales. En consecuencia, solo las empresas que contribuyan a un impacto social y medioambientalmente sostenible serán socialmente aceptadas. Una empresa será competitiva si se organiza, produce y sirve de forma eficiente, responsable y teniendo en cuenta sus impactos medioambientales.
Esta transición está llena de obstáculos. Es natural que así sea. Siguiendo las sabias palabras de Arthur Schopenhauer, “el cambio es la única cosa inmutable”: romper con los viejos modelos y dejarlos ir es una tarea ardua y penosa. El cambio no es fácil ni para las personas ni para las empresas. Aun así, tanto los consumidores como las empresas están progresivamente aceptando que tienen un cometido primordial en el impulso del desarrollo sostenible. En este sentido, las muestras del cambio se están acumulando y reflejan que los beneficios tangibles e intangibles de hacer la transición superan el riesgo y el esfuerzo.
No estamos ante una realidad sencilla. El método tradicional de crecimiento económico nos ha llevado a un problema de emergencia climática. La imperiosa necesidad de cambio se refleja ante el continuo recordatorio de los expertos, reunidos en la COP27, de cambiar nuestro modelo económico actual. De no hacerlo, el coste sería demasiado alto: destruir la vida conocida en el planeta para finales de este siglo.