El delirio independentista, que primero se manifiesta en su formulación soft –el nacionalismo– y más tarde en su variante hard –soberanista–, condiciona la política española desde hace más de un siglo y medio. Mucho tiempo, sin duda, pero sus raíces remiten a vínculos aún más antiguos que lo equiparan a un fenómeno evangélico: se trata de una fe sentimental y, por tanto irracional; dirigida por unas élites iluminadas que guían a un rebaño ciego; un movimiento que exalta la desigualdad y crea la discordia en la sociedad.

Como obedece a un problema secular, no es de extrañar que la diatriba por la decisión de la Moncloa de cambiar el Código Penal para satisfacer a los independentistas que se saltaron la Constitución y que sostienen a Sánchez por el procedimiento fenicio, se entienda mucho mejor leyendo las Escrituras y a los teólogos de la Antigüedad que a los politólogos actuales, esos grandes delimitadores de obviedades. Nada es más útil para este fin que construir una trama histórica para entender el presente, a pesar de que los adanistas y las mentalidades adolescentes –de cualquier edad– crean que el mundo comenzó con ellos.

La etimología, disciplina deslumbrante que estudia el origen de las palabras, nos ayuda a situarnos: seditio es un término latino que designa “el alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar”. Su segunda acepción ilumina aún más el escenario: “sublevación de las pasiones”. Ambas cosas hubo, y desde luego no en grado menor, el 1 de octubre de 2017, que aspiraba a hacer realidad –aunque por escasísimo tiempo– la ficción de la autodeterminación de parte de Cataluña. Un delito que el gobierno del PSOE y Unidas Podemos (oxímoron) quiere hacer descender a la categoría (bondadosa) de “desorden público agravado”, en una cabriola nominalista de escaso gusto y peor sintaxis.

Hablamos, por supuesto, de la sedición, que es el delito que cometió el bíblico Barrabás, aquel salteador hebreo encarcelado por instigar un motín que terminó con un homicidio, y al que Poncio Pilatos condonó la pena –otorgándole un indulto– para satisfacer los deseos de la turba nacionalista y dar gusto al sanedrín de Jerusalén. La consecuencia de aquella decisión populista, disfrazada de clemencia, fue la crucifixión (en su lugar) de Jesús de Nazaret.

Idéntica sensación causa a muchísimos ciudadanos la iniciativa gubernativa que se nos presenta, con el anhelo de los párvulos, como una medida para desinflamar la política catalana, que es la española, y “equipararnos al entorno europeo”. La medida no está pensada para ninguna de estas dos cosas. Se trata de una nueva claudicación de la democracia que pervierte el orden político porque cambia una ley por capricho partidario y en contra del interés general. La milonga acerca de la asimilación del Código Penal a Europa es un argumento para lerdos: en ninguno de los países de la UE se ha violado, al amparo de un parlamento, la Constitución. En Cataluña, sí

La tesis de la desinflamación, en cambio, es una continuación de la fábula para adolescentes con la que los socialistas sazonan el malestar catalán y vasco. Ceder ante quien, de forma consciente, reiterada y obstinada, predica y practica la guerra tribal es una extraña forma de lograr la paz. Para las leyes romanas, fuentes de las que deriva el derecho occidental, incitar a un acto de sedición o “agitar a la chusma” merecía la pena capital, ya que el animus de los sediciosos es promover una acción que puede causar violencia. El Supremo, en la célebre sentencia sobre el procés, hizo un piadoso ejercicio de contención al considerar únicamente sedición lo que fue una rebelión, recompensada a posteriori con los indultos.

Ya se sabe: en la verdad no hay grises; en la mentira predomina todo un arcoíris de matices. Que la Moncloa quiera cambiarle el nombre a la sedición es, en sentido estricto, un acto impío. San Isidoro, el patriarca sevillano, lo explica (por anticipado) en sus Etimologías: “un sedicioso es quien introduce disensión y provoca discordia en los ánimos”. Santo Tomás de Aquino glosa la significación de este mismo principio en su elocuente Summa Theologica, argumentando que quien provoca un pecado no incurre en un pecado diferente al provocado.

Esto es: la sedición no puede ser un pecado distinto a la discordia porque se sirve del tumulto para provocar una lucha entre iguales que, acaso, sea el preludio de un enfrentamiento civil. “Dado que la sedición se opone a un bien especial, como es la unidad y la paz de la multitud, es un pecado especial que persigue no sólo una disensión espiritual, sino la lucha corporal”.

Para los teólogos, en acto o en potencia, la sedición es un acto con una inequívoca vocación violenta. Cabe preguntarse si hablamos de un pecado capital o, como desea hacernos creer la Moncloa, venial. Para los independentistas, que se han inventado un tiranía que no existe, salvo dentro del cerebro mismo del independentismo, se trata de un acto lícito o, en el peor de los casos, de un pecado menor e irremediable para la conquista de su liberación.

Basta leer a San Agustín, máximo pensador del cristianismo del primer milenio, para liberarse de tal espejismo: aquel que comete sedición pretende dividir “al pueblo, a la ciudad o al reino”. No busca seguir los designios populares, sino dar curso a los deseos de unos frente a los derechos de los otros. El pueblo –escribe el filósofo de Hipona en La ciudad de Dios– no designa al conjunto de una multitud, sino al “cuerpo asociado con la anuencia del derecho y la utilidad común”. De ahí la naturaleza imperdonable del alzamiento independentista: el bien común que despreciaron quienes alimentaron y alimentan la sedición en Cataluña es muy superior al interés particular que perseguían y persiguen, aunque éste se manifestase tumultuariamente.

Santo Tomás agrega: “El pecado de sedición recae, primera y principalmente, sobre quienes la promueven, que pecan gravísimamente; después, sobre quienes les secundan perturbando el bien común. En cambio, no se puede llamar sediciosos a quienes defienden el bien común resistiendo, como tampoco se llama pendencieros a quienes se defienden”. La sedición, según los padres de la teología, es un pecado mortal porque se realiza contra el bien general. Difícilmente se puede estar en desacuerdo con este argumento salvo que –les sucede a muchos independentistas– se crea que la discordia y el enfrentamiento tribal es un bien superior a la concordia, máximo patrimonio (político) de las sociedades civilizadas.

Convendría que Sor Junqueras, beato en amarillo, releyera una tarde a Santo Tomás: el único tirano es aquel que detenta el poder (institucional) y, desde este atrio, alimenta la discordia (en contra del bienestar de todos) para dominar a la multitud a su capricho. Amén.