“Si quieren que fabriquemos coches eléctricos ayúdenme a venderlos”. Esta frase resume a Wayne Griffiths, el presidente de Seat, un tipo casual de indumentaria y palabra, que exhibe la elocuencia amable de los directivos teutones.
Griffiths conoce las tripas de la filial de Volkswagen (VW) desde la gran crisis de la automoción en los noventa, cuando él era un joven comercial del departamento de marketing de la multinacional. El entonces presidente del consorcio alemán, Ferdinand Piëch, el nieto ingeniero Ferdinand Porsche, aseguró la permanencia de la factoría de Seat en Martorell contando con los enjuagues del exministro Aranzadi, autor de la frase que hizo época: “la mejor política industrial es la que no existe”. Sea como sea, el recurso al dinero público español ha sido una constante desde que el consorcio alemán sustituyó a Fiat y sacó a la compañía del antiguo INI, de Suances y Claudio Boada. En esta ocasión, además de fondos, hay proyecto: el coche íntegramente eléctrico, la apuesta en la que VW desplegará una inversión de 10.000 millones de euros de los cuales mil serán fondos públicos: 400 del PERTE destinado a la gran planta de baterías de Sagunto (Valencia), otros 100 de Cataluña alargando un poco el chicle y varios centenares que pueden llegar desde Landaben (Navarra) y otros enclaves de los centros de producción de la marca.
Seat ha vuelto al origen de la crisis del 93: ¿O cerramos Seat o remontamos gracias a modelos refulgentes como el Cupra Formentor, número uno de ventas en Alemania? ¿O cerramos Martorell o aplicamos la reconversión eléctrica de las cadenas de montaje? Griffiths opta por lo segundo, claro. VW, que ha recibido fondos europeos, encaja el PERTE de la ministra saliente Reyes Maroto (alcaldable de Madrid) y deja de lamentarse por el reparto de los Next Generation. La factoría de Martorell electrificada abandonará para siempre la economía del carbón y del crudo y no repetirá el fiasco de Nissan, ahogada en las promesas de ángeles caídos, como Enrique Bañuelos.
Nuestro Bienvenido Mister Griffiths no es el cáustico Marshall de Berlanga y Miura, aquel que saludó con jovial irreverencia la llegada del imperio del dólar a la España pobre de Villar del Río, en plena autarquía económica. Sagunto no es aquel pequeño pueblo castellano; está lejos de la caricatura berlanguiana, inspirada en Billy Wilder y Ernst Lubitsch, grandes del celuloide. Su puerto es un polo industrial y urbano pegado al andén marítimo más febril del Mediterráneo. Sagunto calla bocas y reabre heridas recientes.
La fábrica saguntina de baterías descarta definitivamente la opción de Cataluña, su primer destino natural. Los alemanes han optado por la Comunidad valenciana presidida por el emprendedor Ximo Puig; no se fían de una Cataluña hipotéticamente independiente levantando barreras tarifarias y emitiendo moneda propia. Alemania --ella sí-- tiene política industrial y además apuesta por la estabilidad regulatoria, que la Cataluña vacilante de hoy no ofrece. La pérdida para Cataluña de la fábrica de baterías del siglo XXI -80.000 empleos entre directos e indirectos- contrasta con la decisión de Cisco, la multinacional estadounidense que ha elegido Barcelona para abrir un centro de diseño de semiconductores de última generación, el primero en toda Europa. Cisco, apadrinada por el Gobierno de Sánchez, demuestra que el rigor institucional actúa como un aval de la inversión y la creación de riqueza, frente al negacionismo nacionalista.
El cariz político de las apuestas empresariales se vive intensamente en el consejo de supervisión de Volkswagen, donde el poderoso sindicato IG Metal desempeña varias vocalías; uno de estos cargos le corresponde a Matías Carnero, presidente del comité de empresa de Seat, un dirigente de UGT defensor del modelo concertador del sindicalismo de clase sin remilgos ideológicos. El capitalismo renano, que enmarca la estructura del capital de Volkswagen, alterna los accionistas públicos --los landers de Hesse y Baden-Würtemberg o el sindicato metalúrgico-- con los núcleos familiares privados, como Porche, accionista mayoritario. En Alemania, el nexo compartido entre capital y trabajo es una apuesta ganadora parangonable a la habitual Gran Coalición política entre los dos partidos de Estado, el SPD y la CDU. Este modelo a imitar sería un bálsamo para la España cainita de hoy, aunque la pregunta más prosaica de Griffiths queda todavía en el aire: ¿Me ayudarán a vender coches?